Fuego amigo

La muerte en Valencia

Ayer hablábamos de las paradojas, unas famosas y otras sin brillo de tanto repetirse. Os escribo, todavía con el ánimo encogido, después de ver las imágenes del accidente de Metro en Valencia en el que han muerto 41 pasajeros y han resultado heridos al menos 42. En ese mismo día, tres subsaharianos perdían la vida intentando saltar la valla de Melilla, y 18 más perecían ahogados tras el intento infructuoso de alcanzar las costas canarias. Muertes de todos los colores de piel, bajo tierra, en el mar, sobre el asfalto. Sólo este fin de semana dejaron la vida en las carreteras 23 personas, una cifra que se repite como una letanía, semana tras semana.
Y esta sí que es una paradoja. ¿Porqué la pérdida de vidas en un accidente nos conmueve de tan distinta manera? ¿Qué hace más trágico un accidente de Metro, como el del caso de Valencia, que uno de patera o uno de carretera?
Todos son accidentes (y, como dice Vicente Rambla, portavoz de la Generalitat Valenciana, "todo apunta a que el accidente fue fortuito", como si pudiese existir un accidente que no fuese fortuito. Al "accidente" no fortuito, deliberado, se le llama asesinato, señor mío), y sin embargo tienen distinta acogida en nuestro corazón.
Quisiera que me ayudarais a pensar por qué.
En cuanto a los muertos en carretera, por comenzar por lo fácil, se me ocurre que ya no nos conmueven porque más que muertos son parte de una estadística, como si ya hubiesen fallecido antes de salir de fin de semana o de vacaciones. Muertos que damos por descontado. No sabemos sus nombres de antemano pero sí su número aproximado, y que en la mayoría de los casos el asesino fue el alcohol, la imprudencia, el exceso de velocidad, la distracción... Y tienen la mala suerte de morir por separado, a lo sumo en pequeños grupos. Tan sólo se merecerían portada de telediario si fallecieran en un accidente de autobús, todos reunidos para ser filmados.

En el caso del Metro de Valencia, a la escasa frecuencia de tragedias como ésta se une el número elevado de víctimas y las condiciones trágicas de su muerte. Y un componente más que quizá lo distinga de todos los demás: gracias a los medios de comunicación, con la televisión por delante, tomamos conciencia de que tras un número frío había unos nombres y unas vidas compartidas con parientes y amigos, cuyo llanto y desesperación agranda las dimensiones de la ausencia. Las agranda o las explica en sus justos términos de familias destrozadas y amigos sumidos en el desconsuelo.
Las muertes de los subsaharianos son, por desgracia, lejanas, sin escenario para ser televisado, pasto de la fauna marina si los equipos de rescate no llegan a tiempo de recoger sus cuerpos. No vemos ni oímos los lamentos de sus familiares, y eso empequeñece el tamaño de la calamidad.
Esta sí que es una paradoja, que haya distintas categorías de muertos en accidente (por no hablar de los laborales), que nos afecten de manera tan diferente, cuando toda ella era gente a la que en cualquier caso no conocíamos de nada. Como si lo más trágico no fuera la muerte, sino el muerto.
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(Meditación para hoy: Irene, ¿estás bien?

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