Fuego amigo

Conversación en la catedral

Las grandes tragedias como la vivida en Valencia tienen el poder de captar toda nuestra atención, y convertir en anecdótico que, por ejemplo, Corea del Norte acabe de lanzar tres misiles balísticos al mar de Japón, uno de ellos de largo alcance, o que el Reino Unido haya anunciado que mantendrá su soberanía sobre Gibraltar aún después del referéndum. Hasta las conversaciones cruciales para la paz entre el PSE y ETA se han aplazado hasta el jueves, para de esta manera cumplir a su modo con el luto oficial.
Un luto que se escenificó, sobre todo, en la misa funeral, oficiada en la catedral por el arzobispo de Valencia. Allí estaban, además de los reyes de España, lo más granado de la política, desde el presidente del gobierno con su esposa, y el presidente de las Cortes, al presidente del partido mayoritario de la oposición y su Secretario General. Estos últimos, por cierto, con más reflejos y prontitud que en su respuesta al desastre ecológico del Prestige. La sangría de votos que su tardanza propició en la pérdida del gobierno gallego les ha servido de escarmiento. Comprendo que eso es lo políticamente correcto; o, dicho por pasiva, a ver quién es el guapo que se atreve a no salir en la foto en casos como éste.
Contemplando esa foto, en la que los muy agnósticos gobernantes españoles hubieron de tragarse una misa funeral entera, desde el dies irae, hasta el ite, misa est (aunque en este caso suavizada por el Requiem en re menor de Mozart), me preguntaba por qué en el siglo XXI, en un país oficialmente laico, nuestros representantes en la cosa pública tienen que hacer el papelón de asistir a una ceremonia en la que no nos sentimos concernidos millones de españoles, bien porque somos también agnósticos o ateos, bien porque profesamos otras religiones. Y eso sólo es lo malo, quizá disculpable por un exceso de cortesía y de respeto a la creencia mayoritaria de las víctimas y sus familiares.

Lo peor es tener que escuchar impávidos ciertos sermones, como el del arzobispo, Agustín García Gasco, con afirmaciones de una altura intelectual de primero de seminario. Como, por ejemplo, que "humanamente, lo único que se puede decir es que la vida es frágil", algo que todos los fines de semana ya nos recuerda con mucha mayor contundencia el director general de Tráfico. Hasta que llegó a la pregunta de moda en el Vaticano, desde que el Papa en su visita a Auschwitz levantara la veda e interrogara descaradamente a dios de esta manera ante la imagen de la tortura y los hornos crematorios: "¿Por qué permitiste que esto ocurriera?". García Gasco, para no ser menos, se apunta a la moda con otra pregunta, insistencia que debería tener acojonado a su dios, en caso de que existiera o existiese: "¿Cómo pudo dios tolerar este exceso de destrucción"? ¿A quién se lo preguntaba, a mí, al presidente del gobierno, al rey?
Rodríguez Zapatero pudo haberse apuntado un tanto contestándole la verdad, por muy cruda que parezca: "Es que verá, monseñor, dios no existe. No se torture, buen hombre. No fue ningún dios el que toleró que un conductor con tan sólo 14 días de entrenamiento pudiese conducir un tren al doble de la velocidad permitida: quienes lo toleraron son los gestores de la empresa del Metro de Valencia, que están sentados un par de bancos más atrás".
Esta pudo haber sido la moderna "Conversación en la catedral", pero el talante educado de ZP le aconsejó dejarlo para otro día y otro lugar.
Como hago yo en este momento.

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