Fuego amigo

Cartas a un destinatario desconocido

No sé si habéis visto la noticia de las cartas enviadas a Dios, desde todos los lugares del mundo, y que van a parar al Muro de las lamentaciones de Jerusalén. Es una antigua forma de oración en la religión judía el esconder notas a su dios entre las grietas del muro del que dicen fue del templo de Salomón. Pero estos creyentes que envían sus oraciones por carta desde lugares lejanos son doblemente creyentes: por su fe en dios y, sobre todo, por su fe en las oficinas de Correos, de tan dudosa efectividad en todo el mundo desde la aparición del correo electrónico y las empresas privadas de mensajería. A veces el milagro no es que las oraciones lleguen hasta dios sino hasta el muro de las lamentaciones.
Algo parecido está ocurriendo estos días con la avalancha de cientos de miles de cartas a los Reyes Magos. Los grandes almacenes, a falta de un lugar más sagrado, las envían a sus departamentos de marketing para tener una idea más precisa de por dónde van a ir las peticiones de los niños, aunque no siempre coincidan con la realidad, o sea, con los bolsillos y preferencias de sus padres.
En enero de 1986 (veinte años no es nada), en los telediarios de la única televisión española que existía entonces elaboramos un reportaje sobre las cartas a los Reyes, prestadas amablemente por unos grandes almacenes, en las que nos interesábamos por los gustos de los niños y, sobre todo, por la influencia de la publicidad sobre ellos (y sus padres, claro) y los posibles casos de manipulación mediante publicidad engañosa. A los tres días, el 13 de enero de 1986, un periodista que trabajaba en mi antigua empresa, el Grupo 16 (no recuerdo si en el diario o en la revista), cuyo nombre os sonará pues ya entonces se empecinaba en llamarse Federico Jiménez Losantos, escribía una columna acusándonos de violar la correspondencia de los inocentes niños, lo que calificaba como una "fechoría fasciosoviética" (sic), sin meditar un sólo segundo que esa fechoría venían perpetrándola desde antiguo los fabricantes y el sector de la distribución. Pero a él sólo le importaba matar al mensajero. Por aquellas fechas ya estaba incubando esta enfermedad suya que hoy tanto nos preocupa a todos, pero a la que por entonces no concedimos demasiada importancia.
De las cartas sin destino, se cuenta que hace muchos años alguien envió una con esta dirección: "Srta. Soledad Mustio Collado. Sevilla". Y Correos la reenvió diligentemente a la vecina Itálica (Sancti Ponce), la misma que Rodrigo Caro había cantado siglos antes en su célebre Canción a las ruinas de Itálica:

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.
No estoy muy seguro de la veracidad de la anécdota, pero si non e vero e ben trovato.

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