Vírginia Pérez Alonso. Adjunta a la dirección de Público
Se murió el 21 de diciembre. Acababa el año y era ilusorio pensar que su pérdida quedaría asociada sólo a 2016. Hay ausencias que lo impregnan todo: los años nuevos se llamen como se llamen, los paseos, los aperitivos, los estrenos de cine y de teatro, los olores, las conversaciones con los hijos, los sabores, su Madrid, el mío, el que él me enseñó a amar.
Y así 2017 estuvo lleno de él, sin él. Ese 2017 en el que volví a trabajar a pocos metros de sus queridas calles del Pez, de la Madera, de la plaza de Juan Pujol (pronunciada con jota)... Ese 2017 fue el año en el que las recorrí fijándome en portales, en rincones, en nuevos establecimientos, preguntándome a qué otros sustituirían y si él habría comprado y jugado en ellos. Pero ya no podía preguntarle a él dónde estaba la frutería de sus tíos, ni cómo se llamaba aquel cine de sesión continua de la Gran Vía cerrado hace más años que los que yo tengo... Se fue y me dejó sin su memoria, sin la mía y sin la de todos.
Nos dejó también un poso de amor profundo. Y de sonrisas. Y de conversaciones sobre él llenas de recuerdos y cariño. No hay día en que mis hijos no digan: «Ahí me llevaba el abuelo». Y a continuación vienen las risas, los chascarrillos sobre él, la alegría de haberlo tenido en nuestras vidas, que acaba por llenarlo todo, incluso lo que aún no existe.
2017 fue también el año en el que mi gata Olimpia se empeñó en comerse el único recuerdo vivo que tengo de él: un espatifilio que a partir de febrero echaba unas flores blancas maravillosas. Me lo regaló un día de la madre de hace casi tres años y ahora está dividido en dos, a ver si consigo salvar algo de él, algo de ambos.
Fue la primera planta que entró en la casa en la que vivo y en la que he sido más feliz, a pesar de que a ella llegamos cuatro (humanos) y acabamos viviendo tres, dos de ellos en semanas alternas. Bueno, eso hasta que adoptamos a Gabo y Olimpia, dos subespecies de felinos, como dicen mis hijos, que se ponen panza arriba en cuanto te ven y te echan la bronca si pasas más de dos horas fuera de casa.
Hasta esa mudanza conservé el ramo de rosas rojas que él me regaló en el hospital cuando nació mi hijo mayor -su primer nieto-, a punto ahora de cumplir los 16. En la tarjeta sólo había una palabra: «Gracias». Sequé primero mis lágrimas y pocos días después, ya en casa, las flores, siguiendo sus indicaciones (colgarlas boca abajo en un lugar oscuro), y aguantaron sobre mi alacena favorita 13 años, pero casi literalmente se desintegraron en el último traslado.
2017 fue el año en el que el amor me llevó a Galicia cerca de una decena de veces. Fue el año en el que mi pareja, Manuel, desistió de que Gabo y Olimpia se subieran a la mesa de la cocina. Fue el año en el que pudimos ser seis más dos gatos y en el que finalmente seguimos siendo cuatro más tres gatos: el tercero en discordia lleva apenas una semana en casa y ya ha tenido tres nombres oficiales y uno extraoficial: Mauro, Donato y Miles (es más negro que su homónimo de apellido Davis e infinitamente más desafinado que él), aunque yo lo llamo Pitiflús (no se admiten preguntas). Nos lo encontramos abandonado el día de Nochebuena en el pueblo y le faltó decirnos «llevadme con vosotros». Ya duerme (también) en nuestra cama de 1,35.
2017 es posiblemente el año en el que más orgullosa me he sentido de mis dos hijos. El pequeño, de 10 años, cambió de colegio. Lloró mucho a sus amigos ‘perdidos’ hasta que se dio cuenta de que los amigos no se pierden y a veces incluso se ganan. El mayor se tambalea en los estudios, pero este 2017 ha cimentado una personalidad inquieta, lectora, comprometida y tremendamente sensible. No querría que ninguno de los dos fuera de otra manera.
Mis niños, mis amores. Con ellos he mantenido las conversaciones más divertidas este año, hemos llorado las ausencias remediables y las irremediables, nos hemos reído, sobre todo de nosotros mismos; y juntos seguimos aprendiendo a mirar a la vida con curiosidad y pasión.
2017 ha sido también el año de mi adaptación a Público, el periódico para el que trabajo, de la puesta en marcha de numerosos cambios y de la cosecha de unos resultados excepcionales. Allí había un regalo que no esperaba: un equipo humano y profesional formidable. Y otro que esperaba con ilusión: ir y venir caminando desde mi casa por ese Madrid antiguo y céntrico que me tiene enamorada.
Este 2018 será otro año de cambios. Tendré que dejar esa casa que tan feliz me hace porque no van a renovarme el contrato de alquiler. En mi barrio dicen que seguro que mis caseros van a utilizar la casa para alquiler vacacional; ellos aseguran que la no renovación de mi contrato es por otras razones. En cualquier caso, haré lo posible por quedarme cerca, aunque cada vez sea menos barrio y más parque temático enfocado al turismo.
Lo haré para seguir respirando belleza y vida, para que mis hijos se llenen con ellas los sentidos, y también para que él siga acompañándonos en cada rincón, en cada mercado, en cada pastelería, en cada comercio de toda la vida.
2018 será, al menos, igual de maravilloso que 2017. Yo espero poder seguir siendo al menos igual de afortunada que ahora, escribiendo al son de las campanas de la catedral y rodeada de gente que me quiere, cada vez más consciente de que algún día faltarán y de que tendré que buscarlos, como a Felipe, en nuestros lugares comunes y en lo más extraordinario de cada uno de ellos.
Feliz 2018.
Comentarios
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