Otras miradas

La maternidad será deseada o no será

Anita Botwin

Periodista

El pasado 8 de agosto tuvo lugar en El Senado argentino un debate el Proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE), tras su aprobación en la Cámara de Diputados el pasado 14 de junio. Después de más de quince horas de espera, el Senado condenó finalmente a las mujeres a morir en locales clandestinos o a vivir con secuelas por el resto de sus vidas.

Con 38 votos en contra, la Cámara rechazó la despenalización del aborto, la ley que pretendía permitir el aborto libre durante las primeras 14 semanas de gestación.

Por tanto, se mantiene como un delito penado con hasta cuatro años de cárcel. El derecho a una interrupción legal del embarazo en el sistema de salud pública debería ser una obligación del Estado por ser un tema de salud pública de garantizar el ejercicio a los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres.

Las muertes por aborto clandestino son femicidio por omisión del Estado. Las mujeres van a seguir abortando, la cuestión es cómo y en qué circunstancias lo harán. Una vez más estamos hablando de clases sociales. Las más pobres se ven sometidas a más riesgo a la hora de abortar en clínicas clandestinas, mientras las de clase media-alta pueden hacerlo en mejores condiciones, viajando al extranjero. Por tanto, hay un tema de clases también en el aborto, con esa doble moral que tienen algunos cuando la piedra no cae en su propio tejado.

El aborto penalizado es un privilegio de las mujeres que pueden pagarlo y de los médicos que pueden cobrarlo. Un aborto clandestino en el sector privado puede costar alrededor de 30.000 pesos (cerca de 1.000 euros) y las que pueden costearlo son de clase media-alta.

Liliana Herrera murió como consecuencia de una infección generalizada a causa de un aborto clandestino a los 22 años. Era madre de dos hijos. Ana María Acevedo fue diagnosticada de cáncer de mandíbula estando embarazada, le prohibieron la quimioterapia para salvar el feto. Ana falleció. María Campos, de 37 años y con cinco hijas, murió de una infección generalizada como consecuencia de un aborto clandestino.

Son tres casos de los 50 que se producen al año. Alrededor de medio millón de mujeres abortan cada año (muchas de ellas adolescentes o niñas), según datos de Amnistía Internacional. La base del problema, según las impulsoras de la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito, es la ausencia de educación sexual para decidir.  De hecho, sólo un 20% de los jóvenes en Argentina ha recibido educación sexual en las escuelas. El Gobierno argentino ha decidido mirar hacia otro lado y en lugar de gastar en prevención y educación del siglo XXI ha retrocedido a una ley caduca de 1921.

La penalización sólo hace que muchos abortos sean inseguros, aumentando la mortalidad de mujeres, sobre todo las pobres. Los que se autodenominan pro vida parecen estar más interesados por un ser que no es ni un cacahuete antes que por una mujer que tiene vida, pasado, un montón de amigas, familia y un futuro.

El hecho de que sea una práctica ilegal en Argentina (y en prácticamente todos los países de Latinoamérica a excepción de Uruguay y Cuba) conlleva que se realice en condiciones de clandestinidad. En este contexto, dependiendo del sector económico al que se pertenezca, las condiciones varían, desde la realización en un consultorio médico clandestino en condiciones de salubridad o, muy por el contrario, la práctica con elementos caseros (yuyos, agujas de tejer, perchas, o perejil) sin ningún tipo de asepsia.

La prohibición del aborto es una violación de derechos humanos y una vulneración de nuestra autonomía reproductiva. Los dirigentes argentinos (senadores percha les llaman también) han decidido prohibir el acceso al aborto en el sistema sanitario público, pero han preferido que lleguen mujeres a los hospitales en estado grave.

En caso de tratarse de una cuestión económica, de ahorrar gastos en el sistema de salud pública, los datos parecen demostrar lo contrario. Según un estudio realizado por la senadora Nancy González, el Estado podría ahorrar un 43% en caso de que se legalizara el aborto. Además, las clínicas abortistas se benefician de la penalización y según el Sindicato Argentino de Farmacéuticos y Bioquímicos y despenalizar el aborto permitiría desinflar los costes y también se ganaría en seguridad. Sin ir más lejos, el precio en las clínicas bajaría de 30.000 a unos 5.000 pesos, y lo mismo pasaría con las pastillas. 

Esta decisión no hace más que perpetuar el tipo de violencia que se ejerce contra las mujeres, niñas y personas con capacidad de gestar. Y esa violencia es una cuestión de salud pública. Desde el 2010 hasta el 2014, según un estudio realizado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), a nivel mundial se produjeron 25 millones de abortos peligrosos de los cuales el 95% se realizaron en América Latina, África y Asia. El informe reclama a los Gobiernos el acceso seguro a la interrupción del embarazo e insiste en que las leyes más restrictivas no reducen los abortos, sino aumentan su peligrosidad.

Como ya ocurrió en España con el anteproyecto de Ley Gallardón, el peso de la Iglesia (en el caso latino de la religión evangélica), es un factor determinante. Y es que existe una manía globalizada de meter los rosarios en nuestros ovarios, mientras mujeres mueren desangradas en quirófanos en el nombre de dios todopoderoso. Los obispos argentinos consideran que está en riesgo la continuidad de la vida humana, y sus palabras retumban como si fuera un capítulo más de El Cuento de la Criada.

Por suerte, la marea verde seguirá batalleando y más pronto que tarde (tras las elecciones presidenciales probablemente) se conseguirá poner cordura. Hasta entonces sólo nos queda apoyar a nuestras compañeras argentinas en su lucha y buscar alternativas de acompañamiento a las mujeres que necesiten o quieran abortar. Los pañuelos verdes ya han hecho historia y las calles han vencido.

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