Otras miradas

¿Pueden las máquinas ser consideradas autores?

Aurelio López-Tarruella

Profesor titular de Derecho Privado, Universidad de Alicante

¿Pueden las máquinas ser consideradas autores?

En los últimos años estamos asistiendo a la confluencia de grandes avances tecnológicos que por la velocidad con la que se están produciendo, la amplitud de sectores de la economía y facetas de nuestras vidas a los que están afectando y el profundo impacto disruptivo que están teniendo, ha llevado a los expertos a afirmar que estamos ante una nueva Revolución Industrial, la cuarta, que conllevará una transformación de la humanidad, por cuanto va a afectar fundamentalmente la manera en que vivimos, trabajamos, y nos relacionamos los unos con los otros.

Buena parte de los cambios asociados a esta revolución tienen que ver con los avances en el campo de la inteligencia artificial (IA), es decir, con la aparición de máquinas y sistemas informáticos capaces de emular la mente humana. Como la prensa se encarga de recordarnos casi diariamente, para ciertas tareas, estos sistemas de IA son incluso más eficientes que la mente humana: diagnosticar enfermedades de la piel; jugar al ajedrez, al Go, al póker o a videojuegos; analizar documentos jurídicos; o traducir textos a una pluralidad de idiomas extranjeros.

Máquinas que crean arte

Estas máquinas no sólo resultan de gran utilidad para el hombre a la hora de producir creaciones artísticas, sino que muchas de ellas son capaces, por sí solas, de generar esas creaciones. Así, los miembros del proyecto The Next Rembrandt diseñaron un algoritmo que, a partir del análisis de todas las obras del pintor holandés, generó por sí solo un nuevo cuadro imitando su estilo.

Otro ejemplo lo encontramos en el cuadro de Edmond de Belamy, atribuido al colectivo Obvious —tres estudiantes franceses que, por cierto, obtuvieron 432.500 dólares, unos 395.000 euros, por la subasta de la obra—, y generado por el algoritmo de machine learning GAN, cuya titularidad pertenecía un investigador llamado Ian Goodfellow.

Para ello, los tres estudiantes entrenaron el algoritmo con más de 15.000 obras pictóricas en el dominio público. La prensa también nos habla de algoritmos capaces de escribir noticias a partir de unos breves datos de hecho, poemas o, incluso, guiones de series de televisión.

La aparición de estas creaciones generadas autónomamente por máquinas está llevando a los expertos a preguntarse si deben recibir el mismo trato que las obras generadas por los humanos. Es decir, si estas creaciones son susceptibles de protección por derechos de autor y, en su caso, a quién debe atribuirse la titularidad de esos derechos.

Autor persona

La respuesta más sencilla es la de afirmar que estas creaciones son susceptibles de protección y que la titularidad de los derechos pertenece a la persona —física o jurídica— o grupo de personas detrás de la máquina. Es la solución que se ofrece, por ejemplo, en la legislación del Reino Unido, una de las pocas que ofrece una regulación explícita de la cuestión.

La respuesta, sin embargo, presenta problemas que ponen en evidencia las connotaciones éticas y filosóficas que tiene la regulación de cualquier aspecto relacionado con la inteligencia artificial.

En primer lugar, en muchas ocasiones, la identificación de la persona detrás de la máquina, es decir, la que lleva a cabo los arreglos necesarios para que la máquina genere la nueva obra, puede resultar problemática. Así, por ejemplo, en el caso del cuadro de Edmond de Belamy, esta persona podría ser tanto el creador del algoritmo como los tres estudiantes que recopilaron y digitalizaron los cuadros con los que se entrenó al algoritmo.

La cuestión reviste gran importancia pues, si el desarrollador pudiera ser considerado autor, tendría derecho a una parte del precio obtenido por la subasta de la obra. Desafortunadamente para Ian Goodfellow, en este caso resulta fácil concluir que la autoría corresponde a los tres estudiantes franceses pues fueron estos los que realmente contribuyeron a la creación de la obra.

Tarea compleja por exceso y por defecto

En otras ocasiones, esta tarea puede resultar más complicada por exceso — existen muchas personas que han contribuido a la creación de la obra—, o por defecto —ninguna de las personas implicadas ha llevado a cabo una contribución que pueda considerarse esencial para la generación de la obra por la máquina—.

Un ejemplo del segundo supuesto sería el de un periodista que se limita a introducir una serie de datos de hechos a partir de los que la máquina lleva a cabo una búsqueda de información en su propia base de datos y en Internet y genera un artículo periodístico.

¿Resulta justo atribuir al periodista la autoría sobre dicho artículo? De hacerlo se estaría tergiversando el sistema de derechos de autor, basado en atribuir al autor un derecho de exclusividad sobre su obra como recompensa por el esfuerzo intelectual desplegado para su creación, de la cual se beneficia toda la sociedad.

En aquellas situaciones en las que la persona que hay detrás de la máquina no realiza una contribución esencial para la generación de la obra, no se la debería considerar autor. Para lograr este resultado podría hablarse de la existencia de una regla general, la atribución de la titularidad de los derechos a la persona detrás de la máquina; acompañada de una excepción aplicable en aquellos supuestos en los que dicha persona no lleva a cabo una contribución esencial para su creación.

El problema es que esta solución no puede ser más que provisional pues, a medida que los avances en inteligencia artificial favorezcan la automatización de las máquinas, la excepción tenderá paulatinamente a convertirse en la regla general. Llegados a ese punto, ¿se podrá seguir afirmando que la solución es coherente con las bases del sistema de derechos de autor?

¿Pueden las máquinas ser consideradas autores?
Daniel Tornero / Revista Telos

Autor máquina

Una segunda posibilidad, rechazada por prácticamente toda la doctrina especializada, consiste en atribuir la titularidad de la obra generada por una máquina a la propia máquina. Actualmente, con la ley en la mano, esta solución resulta inviable. Aunque los textos internacionales no lo digan explícitamente, muchas de sus disposiciones —por ejemplo, la que determina la protección en atención a la nacionalidad del autor— exigen implícitamente que el autor será un ser humano.

Para el ordenamiento jurídico actual las creaciones intelectuales susceptibles de protección por derechos de autor sólo pueden ser producidas por la mente humana. Esto, sin embargo, implica asumir que la inteligencia artificial no puede asimilarse a la inteligencia humana —pues únicamente las creaciones de la segunda son susceptibles de protección—, algo que puede resultar chocante para aquellos que están seguros de que los avances tecnológicos permitirán desarrollar sistemas de IA general —capaces de realizar cualquier trabajo intelectual que llevaría a cabo una persona—, y de que, como afirmó Ray Kurzweil: la singularidad está cerca.

En atención a estos planteamientos más progresistas, podría postularse una modificación de la ley para atribuir la titularidad de los derechos a la máquina. Esta solución, sin embargo, plantearía serios problemas.

En primer lugar, porque ello implicaría dotar a las máquinas de personalidad jurídica, decisión que tendría implicaciones que más allá del Derecho de autor, pues exigiría introducir cambios, entre otros, en el ámbito del Derecho civil, penal y financiero.

En segundo lugar, porque atribuir la titularidad de los derechos a la máquina no responde a la finalidad para la que fue creado el sistema de protección: una máquina no necesita ser recompensada con un derecho de exclusividad sobre su creación para incentivarla a que la produzca.

Dominio público

Y llegamos con ello a la última alternativa: como las obras generadas autónomamente por las máquinas no pueden ser originales, no son susceptibles de protección, por lo que están en el dominio público y pueden ser explotadas por cualquier persona con acceso a la obra. Esta solución tiene la ventaja de favorecer el interés general por cuanto dichas obras pueden ser utilizadas en proyectos de investigación, o como materiales educativos, o para el simple disfrute del ciudadano medio.

En cualquier caso, se trata de una solución no exenta de problemas. Para empezar, resulta muy difícil identificar qué obras han sido generadas exclusivamente por máquinas. El usuario de la máquina puede atribuirse la autoría de la obra y, al contrario de lo que les ocurre a los tramposos que recurren a un negro literario, no corre el peligro de ser denunciado por plagio —la máquina no se va a chivar—. En materia de patentes, se ha denunciado que infinidad de patentes solicitadas y otorgadas por la Oficina estadounidense a personas físicas fueron concebidas y desarrolladas por máquinas.

Otro problema que presenta esta solución reside en el perjuicio indirecto que puede suponer a los autores personas físicas. Que no exista protección por derechos de autor de las obras generadas por máquinas supone que los costes por el acceso a estas producciones sean inferiores al de las obras generadas por humanos, las cuales, al estar protegidas, hacen necesario negociar un precio por la autorización para su explotación.

Para algunos expertos, a la larga, esto podría llevar al público a adquirir obras generadas por máquinas en detrimento de las obras generadas por humanos. Ello perjudica la posición en el mercado de las obras de autores personas físicas, cuyos precios deberían reducirse; y desincentivaría la creación intelectual humana.

Algunos expertos minimizan estos riesgos porque, en su opinión, la creatividad de las máquinas es limitada, y en ningún momento podrán llegar a igualar la creatividad humana. En su opinión, el público siempre va a estar dispuesto a pagar un precio superior para acceder a creaciones humanas. De nuevo, estos argumentos suponen asumir una postura muy conservadora sobre los avances a los que se puede llegar en inteligencia artificial.

Hoy resulta posible afirmar que un artículo periodístico sobre un acontecimiento concreto escrito por una máquina carece de la profundidad de reflexión de una columna de opinión sobre dicho acontecimiento. No obstante, ¿resulta posible descartar en el futuro un escenario como el que presenta Max Tegmark en Vida 3.0 en el que, Prometeo, el sistema de IA diseñado por los omega, diseña el guión de una serie de televisión tras analizar la información disponible en Internet sobre los gustos y las aficiones de la población mundial? ¿Resultará posible afirmar que ese guión no podrá tener la misma altura creativa que uno escrito por un ser humano?

Flexibilidad

Como puede observarse, ninguna de las tres respuestas propuestas sobre la atribución de derechos de autor a las creaciones generadas por máquinas aporta un solución definitiva y exenta de problemas. Quizá la respuesta correcta sea que no se puede o, mejor dicho, no se deben adoptar soluciones definitivas.

La IV Revolución Industrial también afecta al ordenamiento jurídico. En la actualidad se necesitan normas jurídicas flexibles que puedan ser adaptadas a los vertiginosos cambios que estando derivando del crecimiento tecnológico exponencial al que estamos asistiendo. Así, en principio, la titularidad de los derechos de autor sobre las obras generadas por máquinas podrían atribuirse a la persona detrás de la máquina, con la excepción de aquellos casos en los que no exista ninguna persona que haya contribuido de manera esencial a la producción de la obra.

En tales casos, debe entenderse que la obra no estará protegida y formará parte del dominio público. Los avances en inteligencia artificial pueden provocar que la aplicación de esta excepción se incremente e, incluso, si dichos avances nos llevan a admitir que la inteligencia no es exclusiva de los humanos, las máquinas podrían llegar a ser autores e, incluso, sujeto de derechos.

El futuro ofrece interesantísimos retos a los juristas para los que debemos estar debidamente preparados, si queremos aportar soluciones apropiadas a las demandas de la sociedad.


La versión original de este artículo aparece publicada en el número 112 de la Revista Telos, de Fundación Telefónica.


Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation

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