Otras miradas

El dolor y sus negociados

Marta Nebot

DolorCuando algo duele fuerte –y esta vez me refiero al dolor físico– el resto desaparece. Nos convierte en eso solo;  a todos en lo mismo. No hay nada tan igualitario. Cuando te administran el analgésico que corresponde, el dolor no se va del todo pero duele desde más lejos y así, sin duda, duele menos y volvemos a ser nosotros, cada uno el que sea, aunque sea de un modo vaporoso.

A esa distancia del dolor se puede volver a pensar, aunque ese ejercicio de pensamiento esté habitado por  presencias fantasmales. El dolor mitigado palpita y la nube anestésica da cobijo pero también aprisiona.

Sus barrotes invisibles se convierten en nuestra nueva casa, tan confortable comparada con la intemperie del dolor, tan soma, tan mundo feliz momentáneo y, sin embargo, tan el mundo que habita de continuo una gran parte de la humanidad.

En España el consumo de analgésicos con receta médica he crecido casi un 60% en la última década. En concreto los opioides se consumen ahora un 50% más. Ocho millones de españoles conviven con el dolor crónico, uno de cada seis, el 17% de la población, según datos del Ministerio de Sanidad.

Sin embargo el dolor crónico es una desgracia y no tanto, es patrimonio de ricos y posmodernos para bien y para mal.

Si miramos un poco más allá, nos damos cuenta de que todavía hay países en los que la esperanza de vida es de poco más de 50 años. Con menos de eso el dolor crónico es anecdótico.

Si miramos un poco más atrás, vemos que en menos de un siglo hemos duplicado el tiempo que vivimos y que ese tiempo extra tiene que ver  también con alejar los males a base de fármacos.

La medicina, la alimentación, la calidad del vivir han mejorado mucho alargándonos las vidas. Pero, además, una parte fundamental de ese progreso es el tratamiento del dolor, que es avance y también negocio.

En estos meses de peregrinación en busca del analgésico que terminara con la tortura, del tratamiento que me devolviera a mí misma, he descubierto cosas que en mi nube parecen valiosas:

1–Las ramas que la sanidad pública no cuida, tampoco son cuidadas por la privada. Allí las salas de espera pueden ser más bonitas y las urgencias más rápidas pero su rehabilitación tampoco es realista. Ellos tampoco solucionan agonías momentáneas. En la privada me he  encontrado con fisioterapeutas funcionarios – en el mal sentido de la palabra–. Masajes de ocho minutos. Mejor 40 sesiones que una decena. La desidia y la ineficacia son el ambientador de las salas. Un profesional allí mismo me confirmó lo que ya olía: son amonestados si no tratan a los pacientes como lo que son, clientes que cuanto más vengan mejor. Su trabajo no consiste en curar, consiste en alargar la cura. Y esto en el primerísimo mundo. La mercantilización del dolor ajeno es tan perversa y tan cotidiana que dan ganas de drogarse más, que no sorprende que así se haga.

2–Nuestra medicina pública todavía es la mejor cuando los males pueden ser letales. Es la que tiene las máquinas, los medios, los profesionales, la experiencia. Tenemos un tesoro que se nos está deshaciendo en las manos y nos duele perderlo pero no chillamos;  como vivimos narcotizados y atomizados o, lo que es lo mismo, drogados y cada uno en su cueva con su droga, sentimos la pérdida como lejana, como una pérdida más de tantas.

Y 3–La curación del dolor –ya sea de cuerpo o de mente– sigue siendo patrimonio de privilegiados, si se quiere ir más allá de la nube anestésica. El protocolo es:  drogas sí y rápido. En la privada, además, quirófanos también y a la misma velocidad. Los finales de verdad felices para dolores reversibles, es decir, la curación completa, es solo para pacientes fuertes y pacientes, con bolsillos amplios para probar y probar con profesionales que trabajan por libre hasta dar con la tecla.

Hay muchas formas de encarar el dolor. A mí me está dando resultado drogarme menos para localizar mejor mi mal y, a ratos, hacerme más daño del que tengo para empezar a curarlo. No sé qué de esto se podrá extrapolar a la búsqueda de solución para los males mayores sobre los que he terminado pensando. Supongo que drogarse menos casi siempre ayuda;  no quiero suponer que necesitemos que la sanidad pública nos duela más todavía, que se arruine del todo, para que reaccionemos y empecemos a exigir su cura inmediata.

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