Razonaba, tiempo ha, Michel Suárez en El Cuaderno que el proceso de degradación social que, en Brasil, ha conducido a la eclosión y el triunfo del fascismo bolsonarista se apreció primero en los campos de fútbol. También en el deporte predilecto de aquel país se ha verificado una transición a cuyos dos extremos Suárez asignaba sendos caudillos; el rostro representativo de dos estrellas del balompié: Sócrates y Dunga.
Sócrates había sido el inolvidable impulsor de la democracia corinthiana, auténtica revolución autogestionaria acontecida en el club Corinthians, consistente en la decisión colectiva, mediante voto igualitario de todos los miembros de la entidad de toda decisión importante, desde los fichajes hasta las reglas para las concentraciones. Y como futbolista, un nuevo paladín del jogo bonito, estilo del que Pelé es venerado como fundador: una suerte de samba futbolera, primacía concedida al disfrute, el espectáculo y la creatividad espontánea, despliegue de manierismos como la bicicleta, la chilena, la elástica, el caño o el sombrerito. Es el estilo que seguimos asociando a la selección brasileña y a los grandes futbolistas de aquel país, pero Sócrates formó parte del plantel del que suele decirse, un tanto hiperbólicamente, que lo vio morir una tarde barcelonesa de julio del ochenta y dos: aquella en que, en el viejo estadio de Sarrià, en el marco del Mundial de España, Brasil fue derrotada por Italia, en fase de grupos, en el considerado como uno de los mejores partidos de todos los tiempos. Brasil perdió con honores, por dos goles a tres, pero la derrota -escribe Suárez- «abrió un intenso debate entre los defensores del jogo bonito que asumían el imponderable de perder siendo fieles a sus principios y los valedores de la aplicación del método científico en aras del resultado». Como escribe, a su vez, Rafa Cabeleira en Jot Down, «en lo sucesivo, tanto los principales clubes como la selección nacional se afanaron en adoptar un estilo más europeo, un estilo mal llamado ganador. El talento natural se vio estrangulado por la táctica y el miedo a perder, por la racanería y el ego de unos técnicos que se creyeron más importantes que sus propios futbolistas».
La nueva sensibilidad fue prosperando poco a poco, y acabaría teniendo, con el correr de los lustros, su adalid más depurado en Carlos Caetano Bledorn Verri, Dunga, exfutbolista y seleccionador nacional entre 2006 y 2010 y, más tarde, de nuevo entre 2014 y 2016. Bajo su mando, la canarinha practicaría un estilo defensivo, cuartelero, ya totalmente irreconocible para quienes habían gozado de las fintas de ballet ruso de los Sócrates, Zico, Falcão o Cerezo. «La modernización del fútbol brasileño», escribe Suárez, «ha consistido en desembarazarse del toque y del sentido asociativo para adoptar un pragmatismo que no contempla más que la victoria. El juego se ha convertido en un trámite y todo se subordina al esfuerzo, la entrega y la competitividad. Es el lenguaje de la fábrica, de los negocios, del dinero, no del juego. Ya no se habla de disfrutar o de la libre expresión del jugador, sino de ser "intensos", de "competir", de "sudar la camiseta"». Tres valores declararía el propio Dunga perseguir como entrenador: disciplina, orden y jerarquía.
Bolsonaro llegó después. Y llegó con el apoyo entusiasta de Dunga: un antipetista acendrado, que acostumbra a describirse ante sus amigos como un soldado siempre presto a combatir el comunismo, y cuyas redes sociales certifican sus simpatías ultraderechistas mostrándolo difundiendo bulos groseros sobre candidatos del PT o alabando abiertamente la dictadura militar brasileña. La reaccionarización del fútbol había precedido a la del país; de algún modo, había sido su pedagogía, tal como en los ochenta la democracia corinthiana había precedido al fin de la dictadura militar, y había sido escuela de la democratización general.
Dunga no es una excepción: el excepcional, hoy, sería Sócrates -que falleció en 2011-. Ya en la anterior campaña electoral brasileña, y nuevamente en la última, Bolsonaro ha recibido el apoyo de una miríada de grandes futbolistas de aquel país, tanto en activo -caso de Neymar- como retirados, caso de Ronaldinho, Romário o Rivaldo. Quien dice «ha recibido» dice «ha comprado»: en el caso, por ejemplo, de Neymar, parece claro que pidiendo el sufragio para el candidato fascista paga el favor de que la justicia brasileña rehusara procesarlo por evasión fiscal. Más allá de cualquier otra explicación que estemos tentados de dar a estos apoyos, como la popularidad en el gremio del cristianismo evangélico (sostén de Bolsonaro), brilla la pura y simple conciencia de clase como lógica determinación de quienes, por mucho que se criaran en una favela, son hoy multimillonarios que ambicionan serlo lo más posible, y, si acaso, ayudar a la favela de la que salieron a través de la caridad, esa bondad discrecional y espectacularizada. Tiene lectura de clase el propio éxito del evangelismo: un cristianismo que santifica la búsqueda de lucro en lugar de considerarla pecaminosa, y cuya expansión en América Latina tiene parte de su origen en el envío de misioneros estadounidenses por parte de la Administración Nixon. El ultranacionalismo neoliberal de Bolsonaro (neoliberalismo juche, lo llama Xan López) parece la simpatía lógica de un millonario amoral: un Estado sin impuestos, que preserve las favelas para que sigan siendo escenario del marketing de la compasión; una nación vigorosa cuyas banderas, himnos, desfiles y sambenitos de antipatriotismo se desplieguen en contra de quienes quieran un Estado que cobre los impuestos, persiga el fraude y acabe con las favelas.
No cuesta imaginarse a los grandes futbolistas españoles, también acostumbrados defraudadores, apoyando a su vez a un Abascal triunfante que comprara su simpatía (al menos a los no catalanes; el business en Barcelona es otro). También nos roban el fútbol, escribieron Ángel y María Cappa, y es tan cierto como que el fútbol nos roba a nosotros. Nos roba en sentido literal, vía fraude fiscal masivo de sus deleznables estrellas, y nos roba en otro más metafórico: nos hurta poco a poco el alma en tanto que correa de transmisión de los horrores que nos asuelan. Hay otro balompié, siempre lo hubo: el que historia Mickaël Correia en su espléndido Una historia popular del fútbol. Yace enterrado bajo el infame negocio en que lo han convertido los mercaderes del Templo. Jesús de Nazaret la emprendió a latigazos contra los de su tiempo. Si de seguir las enseñanzas de Nazareno va la cosa, he ahí una muy edificante.
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