Otras miradas

Ucrania y la hipótesis Nokia

Jonathan Martínez

Ucrania y la hipótesis Nokia
Se lanza un cohete desde un lanzacohetes múltiple montado en un camión hacia las posiciones rusas en la región de Kharkiv el 4 de octubre de 2022, en medio de la invasión rusa de Ucrania. Yasuyoshi CHIBA / AFP

Hace muchos años, en una pensión de Mostar, un tipo me contó un chiste que andaba circulando entonces por los Balcanes. "¿En qué se parece Serbia a los teléfonos Nokia? En que cada vez los hacen más pequeños". La gracia, al margen de su cariz malicioso, contenía todo un tratado de ciencias políticas y resumía en dos líneas una intuición general. Que los serbios habían perdido a plazos aquella guerra interminable de ciudades sitiadas y limpiezas étnicas.

Fue un despiece progresivo. Primero fueron Eslovenia y Croacia. Después Macedonia. La secesión de Bosnia y Herzegovina se complicó hasta que Slobodan Milošević, urgido por las sanciones internacionales, aflojó la cuerda en los Acuerdos de Dayton. Montenegro se desgajó más de diez años después. Por último, en los tiempos mismos del chiste, Belgrado acababa de perder el control de la provincia de Kosovo y Metohija.

En todo caso, el chiste era algo más que una chiste y Mostar era algo más que una ciudad. Al recorrer sus calles uno puede imaginarse el campo de batalla humeante y los dos bandos separados por la frontera líquida del río Neretva. De un lado, los croatas. Del otro lado, los bosníacos. Quien tenga edad y memoria recordará que la artillería croata redujo a escombros el puente viejo. Diez años más tarde, los fondos extranjeros auspiciaron la reconstrucción y los dos márgenes volvieron a unirse como símbolo de reconciliación.

La guerra, dice el militar prusiano Carl von Clausewitz, es la "simple continuación de la política por otros medios". Si Clausewitz hubiera vivido lo suficiente, tal vez habría llegado a la conclusión de que el fútbol es la simple continuación de la guerra por otros medios. En Mostar hay dos equipos rivales. El Zrinjski Mostar es la escuadra de los croatas de Bosnia. El Velež Mostar es la de los musulmanes. Una vez me contaron que a las puertas de un derbi, los ultras del Zrinjski vistieron a un cerdo con la camiseta del Velež.

De inmediato comprendí que había un vínculo íntimo entre el chiste de los Nokia y aquella anécdota futbolera. La paz, si es que aquello podía llamarse paz, llevaba en su vientre una guerra latente. Tal vez las muchas etnias de los Balcanes ya no se disparaban entre sí, al menos no con tanta intensidad y frecuencia, pero de alguna forma perduraban los orgullos heridos y una necesidad irreprimible de degradar al adversario. De negarlo. De reducirlo a cerdo o a Nokia.

El tipo que me contó el chiste de los Nokia no sabía, no podía saber, que la llegada de los smartphones iba a revertir la tendencia y que las pantallas iban a volverse cada vez más grandes. Así es también la historia de los países, cuyas fronteras se encogen y se dilatan al ritmo de los siglos. Por una extraña asociación de ideas, pensar en Serbia y en las fronteras movedizas y en los teléfonos diminutos me llevó a recordar la Alemania derrotada en la Primera Guerra Mundial. Es difícil explicar la expansión del nazismo sin advertir un sentimiento de humillación nacional del que Hitler supo sacar partido.

En nuestros días, quienes tratan de arrojar luz sobre la invasión de Ucrania suelen mencionar algunos episodios de la historia reciente. Alguien podría sugerir que Rusia, como Serbia, se empequeñeció tras la disolución de la URSS y que el nacionalismo ruso, por muy reaccionario que sea, ha crecido a expensas de ese orgullo herido. Pero hay más. La guerra fría, dice Rafael Poch, se cerró en falso y con el tiempo se han incumplido los acuerdos verbales y escritos que garantizaban la paz entre Washington y Moscú.

Al mismo tiempo, como reverso de esta camiseta bélica, se han dado las condiciones para la activación de un patriotismo ucraniano que desentona en el este y en el sur del país. Episodios como el envenenamiento del presidente Víktor Yushchenko en 2004 o las cargas policiales durante el Euromaidán sirvieron de fertilizante a la retórica nacionalista. Tras la deposición de Víktor Yanukóvich, la ultraderecha de Svoboda se encaramó al Gobierno y el legado de Stepán Bandera fue contaminando el imaginario de las fuerzas armadas.

Pero todo esto ya no importa demasiado. De hecho, en un clima mediático intoxicado por la propaganda, se ha impuesto el acto reflejo de interpretar cualquier información como una justificación velada de uno u otro bando. En 1991, tras las hostilidades del Golfo Pérsico, Umberto Eco publicó un artículo titulado Pensar la guerra que todavía hoy conserva su vigencia. Entender la guerra en clave de victoria y derrota, dice Eco, nos lleva a la peligrosa conclusión de que en ciertos casos —en caso de victoria— una guerra es una opción razonable. Nuestro deber es negarlo.

Leo en la prensa que las explosiones de los gasoductos Nord Stream han alejado para siempre las salidas diplomáticas, aunque en realidad hace ya mucho tiempo que casi nadie tiene el coraje de defender salidas diplomáticas. Hay que mantener prietas las filas y no hay nada más temerario que arriesgarse a ser tachado de entreguista o, peor aún, de pacifista ingenuo. He visto también celebrar el avance del Ejército ucraniano hacia Jersón y supongo que en Rusia, tras la anexión de los territorios ocupados, andan contando su propia versión del chiste de los Nokia. Las familias de los muchachos reclutados a la fuerza, eso sí, tal vez no estén para mucha broma.

Dice la escritora Dubravka Ugrešić que sus compatriotas, los antiguos yugoslavos, se refugiaron en la coartada de la historia para desangrarse los unos a los otros. Cada uno defendía su porción de civilización y miraba al vecino como un huevo de cuco que debía ser expulsado del nido. Sería más sencillo, dice Ugrešić, si dejáramos de apelar a causas inmemoriales y empezáramos a matar por matar. Esto no sucederá porque siempre tranquiliza nuestras conciencias pensar que libramos una guerra para proteger el edén europeo, la gloria milenaria de los cosacos o el regazo hospitalario de la Madre Rusia.

Lo más cómodo es menospreciar la paz y obstruir las soluciones en vez de reconocer que nos molesta el otro, que repudiamos no solo sus acciones sino su mera existencia. No es fácil aceptar que alentamos las guerras siempre y cuando las ganemos, siempre y cuando sean otros quienes mueren, porque solo esperamos el día incierto en que nuestros enemigos capitulen y se vuelvan tan pequeños que se pierdan para siempre en el fondo de un bolsillo.

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