Otras miradas

Los chicos no están bien

Javier Padilla

Médico de Atención Primaria. Diputado de Más Madrid en la Asamblea de Madrid

Los chicos no están bien
Colegio Mayor Elías Ahuja

Hace doce años se estrenaba la película con ese título: Los chicos no están bien. Hace 4 años, el cómico estadounidense Michael Ian Black tomaba ese título para un artículo publicado en The New York Times, donde vinculaba el pleno al quince de tiradores masculinos en los últimos episodios de tiroteos en dicho país con la crisis de la masculinidad y la necesidad de enseñar un camino, una salida, al malestar que miles de adolescentes padecían y que corríamos el riesgo de que se canalizara mediante la violencia y la agresividad.

"Putas, salid de vuestras madrigueras como conejas, somos los ahujos, somos los mejores y siempre ganamos". Eso berrea desde la ventana de su cuarto un estudiante, momentos antes de que una horda de universitarios alcen sus persianas y se unan al aullido, desde sus ventanales del Colegio Mayor privado y religioso Elías Ahuja, adscrito a la Universidad Complutense de Madrid. Los adjetivos para calificar lo ocurrido se agotan, pero hay uno que no se suele decir con la suficiente frecuencia: cotidiano.

Lo ocurrido en ese colegio mayor es cotidiano. De una forma o de otra, pero rutinario y cotidiano en muchos ámbitos. Puede representar el extremo de la zafiedad, pero es el reflejo de una violencia machista, estructural, que se articula con acciones tan lamentables y censurables como la de ese colegio mayor. Da igual que haya salido algún colegio mayor femenino a justificar esos comportamientos, porque incluso en la escenificación y la aceptación del machismo como tradición, los roles ejercidos por los hombres siempre son los del ejercicio de violencia y poder.

Los tiroteos en Estados Unidos, los gritos intimidatorios desde el ventanal de un colegio mayor o el hecho de que los hombres sean quienes lideren todas las estadísticas en el ejercicio de la violencia son diferentes expresiones de un asunto que es urgente, la secesión de una parte de los hombres de lo que podríamos considerar una vida sana en la sociedad. Al igual que Alejandra Pizarnik decía que "hay gente que siente que la vida se ha olvidado de ella", hay hombres que sienten que la vida se ha olvidado de ellos, y han decidido actuar en consecuencia.

Podemos afirmar sin mucha duda que hoy, en las generaciones de menores de 35 años existen dos Españas, la de quienes aúllan desde el balcón y la de quienes ven eso como una aberración e intentan que desaparezca su normalización y cotidianidad.

Desde hace algo menos de una década, los hombres jóvenes se han derechizado, en general, de forma muy notable. Lo mostraba Kiko Llaneras hace unos meses, evidenciando la separación ideológica entre hombres y mujeres jóvenes desde 2015. Más allá de eso hay otra diferenciación que tal vez sea más preocupante y de mayor calado, la de cómo se ha abordado el malestar social por parte de unos y otras (hablo de "unos y otras", sin ocultar que, afortunadamente, ese "otras" tiene a muchos hombres de ese lado, pero existe claramente una ruptura que tiene el género como brecha).

Los hombres están protagonizando una huida del reconocimiento del malestar muy llamativa, ejemplificada por muchos tiktokers de gimnasio que hacen del "si quieres, puedes" una sublimación del individualismo; no niegan el malestar, lo asumen, lo individualizan e incluso lo exotizan como reto que el yo ha de vencer para, sin ayudas, superarlo y ser mejor hombre. El "los chicos no lloran" cada vez es algo más antiguo, que suena a rancio; hay un sentimiento cada vez más mayoritario de hombres que reconocen el sufrimiento, pero no como un símbolo de fragilidad, sino como el contrario en el que su fuerza de voluntad y de superación se referencia para ser lo que ellos quieran, en solitario y con ninguna mención al cuidado colectivo. Los discursos de autoayuda tan presentes en el universo masculinista son la grieta por la que se expande el ideario reaccionario; no pretenden ayudar en el ámbito privado a los hombres con malestar, desesperanza o frustración, sino que esa autoayuda sea lo único que haya; sustituir con autoayuda y superación individual el marco colectivo de las políticas públicas y el apoyo comunitario.

Al otro lado, el movimiento feminista ha mostrado otro camino. Colectivizar malestares y convertirlos en palanca de transformación. Despreciar el qué-hay-de-lo-mío y enarbolar el qué-hay-de-lo-nuestro; en definitiva, entender que el callejón sin salida formado por el cruce entre la falta de un futuro deseable y la existencia de un presente agotador era imposible abandonarlo en singular y solo podía ser trascendido en plural.

Esas son las dos Españas. El reaccionariado individualista protagonizado por los que ante cualquier cuestionamiento del orden establecido responden con una afirmación de los roles de género y poder, y la colectividad feminista que intenta plantear esperanzas cotidianas donde quepa todo el mundo.

¿Y entre medias qué? Para que ese "entre medias" (formado por quienes no se ubican con claridad en uno de los lugares y, sobre todo, por quienes aún no se encuentran en situación de formar parte de forma independiente de ninguno de ellos) no engrose la parte de los que miran hacia atrás protegiendo unos privilegios que también les coartan muchas de sus libertades, es necesario que se alumbren otras masculinidades aspiracionales. Un ideal de ser hombre que sea positivo y, fundamentalmente, que no se alimente de dañar los derechos de las mujeres. Un ideal que reivindique la libertad de sentir, de desarrollarse emocionalmente, de elegir el camino a seguir y de construirlo con otros iguales; que no dé por sentado que lo natural es que el poder sea masculino.

Para que eso sea real, no basta con un marco centrado en la revisión de privilegios (que, humildemente, creo que solo convence a quienes ya estaban un poco convencidos) ni con otro que niegue que los hombres ven limitadas muchas de sus libertades por cuestión de género, limitando todo daño masculino a la cuestión de clase.

Ante lo ocurrido en el colegio mayor en Madrid no necesitamos el enésimo artículo de un reaccionario vestido de equidistante mostrándonos que los chavales estaban divirtiéndose o que son unos incomprendidos, como ya ha ocurrido previamente con los incel o similares; así mismo, tampoco necesitamos el silencio de quienes creen (de quienes creemos) que la batalla por la transformación colectiva del malestar masculino no es algo que regalar a quienes ya han comparecido en dicha batalla. Batalla cultural, transformación material de las realidades de cuidados y los derechos de subsistencia para convertir en realidad las esperanzas cotidianas, y asunción en nuestra vida diaria y cercana de los discursos políticos que muchas veces llenan nuestras bocas sin encontrar un reflejo en nuestras prácticas.

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