Este 16 de octubre conmemoramos el Día Mundial de la Alimentación. Una efeméride que coincide con la tercera gran crisis alimentaria mundial en el lapso de 15 años. Y no es ninguna casualidad. Es el resultado de un sistema agroalimentario global que prioriza el beneficio económico, frente al derecho a la alimentación y a la preservación del medio ambiente.
El hambre, la desnutrición y el aumento de los precios de los alimentos a nivel mundial son consecuencia de un sistema económico insostenible, que provoca también que las cadenas globales de suministro alimentario sean sumamente vulnerables. La pandemia de la COVID y el conflicto en Ucrania han puesto de manifiesto esa fragilidad.
Los niveles persistentes y escandalosos de hambre dejan al descubierto los problemas estructurales del sistema alimentario industrial. Una situación que se ha agravado con la guerra entre Rusia y Ucrania, pero que viene de antes. Según la FAO, en 2021 entre 702 y 828 millones de personas se vieron afectadas por el hambre. En 2020, más de 2 mil millones carecían de acceso adecuado a alimentos.
El problema no es una producción insuficiente de alimentos, sino la ciega obsesión por la productividad, las ganancias y el dejar en manos de los mercados internacionales la manera de proveer alimentos a la población mundial. El Mecanismo de la Sociedad Civil y Pueblos Indígenas del Comité de Seguridad Alimentaria Mundial de la ONU demanda medidas a corto plazo para hacer frente a las crisis, como la provisión de ayuda humanitaria al tiempo que se refuerzan los sistemas alimentarios locales sostenibles; garantizar el acceso de las personas que producen alimentos a pequeña escala a los insumos para la producción, privilegiando los insumos disponibles a nivel local frente a los importados; frenar la especulación alimentaria; y establecer la imposición fiscal de los beneficios excesivos y la riqueza extrema.
Además, las largas cadenas globales de suministro alimentario son muy dependientes de combustibles fósiles e insumos químicos. Las cuales están controladas por un grupo reducido de grandes empresas. Esto significa que los precios de los alimentos acompañan el aumento de los precios de la energía. A la vez, la producción intensiva de alimentos contribuye a las emisiones de carbono y la destrucción ambiental.
Recientemente, en un estudio publicado por Amigos de la Tierra, vimos cómo en España, con nuestro modelo actual de producción y consumo alimentario, necesitamos utilizar tierras de terceros países, en concreto 9,2 millones de hectáreas, el equivalente a la superficie de Hungría. Esta investigación también ha puesto de manifiesto la enorme dependencia de nuestro modelo agroalimentario de los combustibles fósiles. Utilizamos 118 millones de barriles de petróleo al año, el 20% del consumo total de nuestro país, para producir y transportar los alimentos que llegan a nuestro plato. Estos datos revelan la fragilidad y dependencia de nuestro sistema alimentario, a la vez que evidencian lo vulnerables que somos a los intereses económicos que hay detrás del modelo alimentario industrial.
La respuesta a esta crisis alimentaria mundial no es por tanto profundizar la liberalización de los mercados, ni producir más intensivamente. Hay que cambiar de enfoque, dejar de lado el afán de lucro y la meta del crecimiento económico, en beneficio del derecho a la alimentación.
Hace falta una transformación radical de nuestro sistema alimentario para alcanzar la meta de la soberanía alimentaria. Para ello, es necesario políticas públicas adecuadas para reducir la dependencia de las importaciones de alimentos y que pongan en el centro el derecho a la alimentación, especialmente de la población más vulnerable.
Las organizaciones campesinas y ecologistas a nivel mundial llevamos años reivindicando la agroecología como solución frente al modelo agroalimentario industrial. Ello supone apoyar los mercados agroalimentarios locales, nutrir las relaciones sociales basadas en la justicia y la solidaridad. Implica además hacerle frente a las opresiones superpuestas que operan en el sistema alimentario, que es patriarcal, racista, colonialista y de clase. Implica reconocer el papel fundamental de las mujeres en la producción de alimentos. En definitiva, significa apoyar a quienes alimentan al mundo protegiendo la biodiversidad, reduciendo las emisiones y combatiendo la agricultura industrial destructiva.
En España la transición agroecológica permitiría alimentar al conjunto de la población con una dieta local y equilibrada, pagando un precio justo por los alimentos, respetando los límites planetarios y apostando por la conservación del medio ambiente a nivel global. La ciencia y la razón nos avala. Ahora es tiempo de pasar a la acción. Hoy más que nunca, es momento de reivindicar más soberanía alimentaria. Nos va la vida en ello.
Comentarios
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