Otras miradas

Las culpables

Noor Ammar Lamarty

Fotografía de la obra de teatro 'Las culpables'. -Imagen cedida por Noor Ammar Lamarty
Fotografía de la obra de teatro 'Las culpables'. -Imagen cedida por Noor Ammar Lamarty

Amanece en el sur de Madrid, hace un frío cortante, Laura me prepara un café mientras leo el guion de la obra de teatro que va a presentar 4 días después. Soy la amiga vaga de las dos, se sienta, me sonríe, tiene unos ojos verdes infinitos. Empezamos a hablar de los personajes, leo monólogos en voz alta, los escenifico. "Laura, yo en otra vida fui actriz y tu lo sabes", vacilo. Me da la razón, soy su amiga, no le queda otra. He vivido con Laura parte de la construcción de su personaje Ofelia. Al principio le abrumaba el dolor de su personaje, la mimetizaba con una energía que no sentía suya, la hacía volver a un lugar de sí misma que no quería tocar. Un espejo incómodo pero sanador. Sólo confrontando lo incómodo se puede dar vida a otra vida con verdad. Es lo que diferencia a los que pasan por encima de la intimidad emocional, de los que se mojan a cualquier precio. La miro sigilosa, sabiendo que ella sabe que todos sabemos que ellos saben que todo saldrá bien porque Ofelia se merecía que ella la representase. Ser Ofelia la ha convertido un poco más en ella misma.

Conozco a Federica la dramaturga de la obra de Laura titulada Las culpables el día antes del estreno de la obra como quien hace una exploración de campo sin meta alguna. Federica tiene un acento italiano contundente y con mucho peso, su voz no logra ponerse por encima de los gritos de los entusiasmados del bar de luces molestas en el que estamos en Tirso de Molina. Federica me parece buena. Una mujer buena con un corazón triste. Sus rizos esconden sus ojos, pero escuchando su historia comienzo a hablar  en plural cuando me refiero a las mujeres que "hemos sufrido", y entonces se ilumina, como se iluminan las personas que se sienten pequeñas pero son gigantes. Como la liberación que se experimenta al saber que no hay daño justificado, sólo ocurrido. Nos cogemos de la mano, hablamos de qué la lleva a construir una obra de teatro tan dura, con personajes complejos y dispares. Con 5 mujeres que han marcado la historia de la literatura clásica, pero que lo han hecho como ocurre siempre con las mujeres, a la sombra de un hombre, doloridas o malvadas, esclavas o princesas. Siempre tambaleándonos entre dos extremos insanos, rotando en torno a figuras masculinas. Aún estamos intentando sanar la experiencia de ser mujeres después de siglos de herencia opresiva. "Hay otra historia de dolor en el duelo de las víctimas" le digo. "Y de esas no habla nadie" me responde con ansia.

La primera vez que vi a Carlos el director de la obra de teatro Las culpables, con su bigote perfeccionista y un parecido entrañable con mi padre sonreí para mis adentros. Luego lo escuché y me ilusionó ver el puente que los hombres, como dice Rosa Montero, "buenos" están tendiendo para democratizar el acceso a la conciencia sobre el dolor de las mujeres, que no necesariamente el feminismo. Lo siento más bien como un ejercicio de honestidad hacia una historia llena de discriminación que tenemos el deber de comprender como humanidad. Entiendo que en este caso el amor por llevar al teatro a cinco actrices a interpretar cinco historias enfermizas pero revolucionarias nace de un arraigado sentido de la justicia por el pasado. Bastaría con que esto lo hicieran todos los hombres para que lafus mujeres, dejemos de sentirnos lastre y carga cada vez que hablamos de lo que necesitamos que sea escuchado. Carlos escucha, me guiña un ojo, es bello en su manera de cuidar en la distancia.

Llego al estreno, corriendo. Aún sigo sin poder disfrutar del llegar a tiempo en esta ciudad macabra. Hay gente de todas las edades, estoy nerviosa por Laura. Mi amiga va a parir, seriedad y silencio. Sé demasiado, me digo. Entonces comienza, y yo escucho mientras mi insconsciente reabre a toda prisa un montón de ventanas de mi infancia, adolescencia. De repente choco contra mi propia vivencia. Con la profunda repulsión que me da escuchar hablar de infancias felices. También se puede ser víctima de la romantización de la infancia con aquello de "todo tiempo pasado fue mejor", porque no, a menudo no lo es, y está bien, se sobrelleva.  Me sacudo con el mismo desdén que Cordelia, me veo en el cinismo de Desdémona, en el juego sarcástico de Julieta, en la carga soportada de Lady Macbeth, y en la niña rota y desterrada que es Ofelia. Todas ellas soy yo.  Pienso en mi padre. ¿Me estará viendo? A veces dudo de si puede leerme la mente donde sea que esté. Espero que no por su propia salud mental. Debe estar orgulloso de que nada y todo de lo que soy es gracias a él. Tengo sus ojos, también su recuerdo. También a su hija, que es mi hermana y ríe como si el siguiese vivo. Tuve que haberle hecho caso y haber estudiado Bellas Artes, quizás hoy contaría con experiencia y entereza a Julieta.

La obra va de padres. Imagino a los padres de los personajes pero también a los de las actrices. En todos los padres, en los ausentes, en los demasiado presentes, en los violentos, en los turbios, en los alcohólicos, en los abusadores, en los felices, y en los perfectos. En los que empezaron a reventarle muy pronto la vida a sus hijas, y en los que se esperaron a que los idealizasen primero para luego romperles el corazón. En los que no querían que fuesen mujeres y se conformaron con lo que ocurrió. En los que maltrataron a sus madres y por consiguiente a ellas. Pienso en los padres que prohibieron enamorarse a sus hijas porque las veían como propiedad. En los que obligan a callar. En los que no dejaron llorar. En los que nunca llegaron a las puertas del colegio de sus hijas, en los que hicieron creer a tantas mujeres desde niñas que eran defectuosas y problemáticas. Pienso en los padres que enterraron a sus hijas sin conocerlas. En los padres que entierran todos los días hijas sin haber escuchado un miserable "perdón" o "lo siento".  Pienso en todas las mujeres que hoy aún se sienten culpables, amedrentadas por la culpa de no haber sido suficientes para el primer hombre que debió haberlas querido, cuidado, protegido. La culpa, la maldita culpa que destroza día sí y día también para dejar una silueta anulada y muda en los cuerpos de tantas mujeres. Me apoyo en Federico temblando un poco. Él también será padre algún día, o no, no se sabe. Me sonríe como quien reconoce a quien está sufriendo en Salvando al soldado Ryan. Por favor, Federico, sé un buen padre, ya eres un buen hombre.

Saliendo de la obra de camino a alcoholizarnos en equipo de fútbol recuerdo las palabras de Federica, sobre que no se cuenta la segunda historia de la vida de las víctimas. Sonrío de forma sanadora. "La estas contando tú Federica. Ya existe". Tú has creado la contrahistoria del mito de las víctimas, has encontrado a una mano amable que la sostuviese en un escenario y 5  mujeres bellas en su arte para darle alma . Esta es la historia  de las que niñas víctimas de una mutilación psicológica y física que las acompañará para siempre. La de las mujeres que no quieren escuchar a sus niñas heridas porque para meter la mano en el cajón desastre, hay que primero aprender a ser sastre para no sacarla sangrando de un lugar plagado de agujas. Y cómo pesa esa palabra. Víctima. A la vez que libera, no el dolor, si no la experiencia de reconocerte como tal, eso me dijo una tarde cerca del Retiro Cinthya. Lidiar con el dolor de tantas mujeres me ha hecho entender que sanar es añadir una capa de color a un lienzo que ya está dibujado, pintado, perfilado. El dolor no desparece, se coloca con esfuerzo, más dolor, mucha conciencia, un puñado de miedo y un sinfín de contradicciones de camino. Y el color de los lienzos, como el patio emocional que nos habita; puede volver a frustrarse al mínimo descuido, basta con que lo toquen las manos incorrectas, con no colocarlo en el lugar adecuado. Por eso no hay mayor engaño que contarle a una víctima que la vida que empieza de nuevo después de la infancia, que es mejor, menos cruel, más amable, menos necesitada de garras. Como si el mundo le ofreciese el privilegio del reconocimiento a sus daños y por eso fuese a tratarla mejor. Porque probablemente, no será así.

Un escenario vacío es un lienzo en blanco. Un punto de partida, un cero lleno de una nada que suena hueca. Lo que ocurre luego, es fruto de los esbozos humanos en cualquier forma de arte o disciplina. Como quien escribe un libro para escribirse a sí mismo y se tiñe de incertidumbre cuando va a regalarlo a la oscuridad de un mundo cada vez más imprevisible. Como quienes tenemos miedo a que nuestra vida sea una obra incompleta. Decía Kafka, mi filósofo fallecido y misógino favorito: "No cedas; no bajes el tono: no trates de hacerlo lógico; no edites tu alma de acuerdo a la moda. Mas bien, persigue sin piedad tus obsesiones más intensas". Así se ven a sí mismos los que escriben para no morir, los que pintan para seguir existiendo, los que se suben a un escenario para ganar una vida, los que cantan para olvidar la presente. El arte, me deviene como una manera de convertir en luz las mareas oscuras que nos acribillan en forma de cotidianidad . El arte es para los vulnerables, para los que necesitan salvarse de sí mismos ante la sobreestimulación de un mundo que a menudo es dañino y doloroso. Salvarse de la normalidad mundana y mediocre. El arte es para los que consideran insoportable la consciencia plena en lo que se toca, se cuenta, se vive con facilidad. Los artistas como los que se suben al banco del acusado en un tribunal auguran la belleza en la oscuridad, como el asesino que promete hacerse buena persona. Como una madre que promete comida en la miseria, como un padre que jura un hogar en medio de las bombas. Creo sin duda que el arte es la promesa del devenir. Una ilusión certera. Una promesa asertiva. Una obra en construcción que nunca es definitiva.

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