Otras miradas

El aliado

Nere Basabe

Profesora de Historia del pensamiento político en la Universidad Autónoma de Madrid

Hay una máxima literaria que apunta a que el genio de una gran novela reside en su capacidad de hacer de lo concreto, de una historia única e individual más allá de los tópicos, un relato universal capaz de atravesar el tiempo y las circunstancias de los lectores. Como la realidad tiende a imitar a la ficción, muchas veces necesitamos de la anécdota, de la imagen de una persona concreta para que realidades de mayor alcance impacten en las conciencias del público: así la lucha de la activista Greta Thunberg para que el problema del cambio climático saltara a primera plana, o de la atroz fotografía del niño sirio Aylan ahogado en la orilla de una playa para que tomáramos conciencia, cuando las frías cifras nos dejan indiferentes, de la terrible realidad de miles de vidas naufragadas en el Mediterráneo en busca de una vida mejor.

Pero también cabe que problemas universales y de mucha más complejidad y hondura, reducidos a símbolo encarnado en una persona, una imagen, se queden en eso, en anécdota, y su impacto se olvide pronto: porque del grueso del iceberg solo hemos visto asomar su pico, y preferimos ignorar todo lo que subyace en las profundidades. Por eso hicieron tan bien las jugadoras de la selección nacional de fútbol en reivindicar cambios más estructurales y profundos en la Federación, más allá del lavado de cara de la dimisión de Rubiales o el cese del seleccionador, escándalo por capítulos que tan entretenidos nos ha tenido en las últimas semanas.

Fue solo un beso, esgrimía una y otra vez el acusado, y con él otros cuantos, en su defensa. Y es verdad que, mientras, pasaban cosas mucho más graves: una veintena de mujeres asesinadas por sus parejas sólo este verano, un puñado de violaciones múltiples, vídeos de contenido sexual explícito difundidos sin consentimiento en equipos de tercera o en colegios, comentarios machistas diarios que tenemos que soportar de altas autoridades.

Porque un beso es más que un beso: una imagen de dos protagonistas en un momento excepcional, retransmitida en directo a medio mundo, en la que se condensaba icónicamente un largo historial de agravios, abusos discriminatorios y penalizaciones a aquellas mujeres que osen alzar su voz. Y es que, a pesar del apoyo masivo recibido, ellas siguen siendo castigadas: no fueron recibidas como campeonas del mundo por la Casa Real como manda el protocolo para evitar "polémicas", han sido convocadas a la selección sin atender sus reclamaciones y la víctima, la jugadora Jenni Hermoso, apartada "para protegerla". ¿De qué, de quién? Se pregunta ella, y con ella, todas nosotras.


Porque el machismo y el abuso de poder no es un problema que afecte exclusivamente al que hasta hace poco era el máximo representante del fútbol español Luis Rubiales, como no lo fueron en su momento los abusos sexuales del productor hollywoodiense Harvey Weinstein. Entonces y ahora, se necesitó la chispa en sectores de amplia proyección pública para que la indignación y la solidaridad se convirtieran en un alud de miles de mujeres anónimas contando públicamente lo que hasta entonces siempre se había callado, por normalizado, por vergüenza, culpa mal entendida o temor a represalias. Y si hace cinco años se trató, con el movimiento #MeToo, de señalar al fin al elefante en la habitación que hasta ahora habíamos preferido ignorar, el actual #SeAcabó busca dar un paso más allá, el de la transformación.

En aquella primera ocasión yo misma sumé mi testimonio a la oleada imparable con el relato somero de un sinfín de experiencias sufridas en los años que viví en Francia, por irme un poco más lejos: del elegante restaurante en el que en mi carta no figuran los precios de los platos (pero en el de mi acompañante masculino al que luego le entregarían la cuenta sí, tranquilos), hasta los hombres que de noche te persiguen desde el metro durante calles solitarias gritándote obscenidades e intentan penetrar en tu portal por la fuerza. Taxistas, que en París como en Madrid, me han ofrecido no cobrarme la carrera a cambio de favores sexuales. Hubo entonces quien me tachó de exagerada. Incluidas mujeres, por supuesto.

Si, como dice la famosa cita de Simone de Beauvoir, la mujer no nace, sino que se hace, tampoco nadie nace feminista. Y el feminismo, al que sus detractores señalan como una "ideología de género", no es monolítico ni tiene una única respuesta, aunque las diferencias no se concreten, como dicen, entre un verdadero y un "falso feminismo". Yo misma caí en la tentación de participar en el escarnio público hacia la figura de Rubiales, pero me arrepentí inmediatamente, pese a que él mismo se lo había ganado a pulso con sus reacciones, más aún cuando el esperpento alcanzó a mujeres anónimas de su familia. Él mismo lo propició exhibiendo pública e impúdicamente a sus hijas en la asamblea extraordinaria de la RFEF, donde nada pintaban y pocos medios se molestaron en pixelar el rostro de las menores. No dejo de pensar en lo que estarán soportando ahora esas chicas con el inicio del curso académico.


Este segundo torrente de testimonios públicos provocado por el #SeAcabó y que busca no ya sacar el muerto del armario que ya hedía, sino ver cómo lo enterramos, presenta algunas sutiles diferencias. Muy pronto le señalé a un amigo que esta vez, personalmente, no pensaba participar señalando a nadie por hechos del pasados. Igualmente, considero legítimo que lo haga aquella que lo considere o necesite. La bola de nieve rodó del mundo del deporte al periodismo deportivo, de ahí al periodismo en general y podría seguir con el mundo académico, editorial, y no me cabe duda aunque me resulten más ajenos, en el mundo de la consultoría, la ingeniería o por supuesto la hostelería. Leo esos centenares de testimonios y en casi todos los casos (de los micromachismos cotidianos a las agresiones sexuales más graves) asiento, porque detalle arriba o abajo, a mí también me han sucedido todas esas cosas, con tanta frecuencia que ya ni siquiera recuerdo cuándo, dónde, o quién fue el hombre causante.

Porque el problema es tan estructural y arraigado en nuestras sociedades que son la multitud de testimonios que está recabando por ejemplo la compañera Cristina Fallarás los que deberían abrir los informativos, como una única y sonora voz, y no el caso de un hombre concreto para alivio de las conciencias del resto, que un día aplauden y al día siguiente se desmarcan. Mientras todos estábamos pendientes del destino inevitable de Rubiales, alguna cabeza del periodismo con muchísimo menos poder cayó de forma más fulminante y mucho menos ruidosa.

Bastó el testimonio de una mujer que, hace más de una década, sufrió lo indecible por una situación de maltrato laboral y quiso compartir ahora su experiencia. Su relato señalaba unas relaciones sexuales previas y consentidas, denunciaba la omertá del resto de colegas de redacción con la salvedad de un par de compañeras (esa ley del silencio que opera en casi todas las plantillas, y que como mucho se comenta chistosamente en privado), y explicitaba que no buscaba represalias. Las reacciones inmediatas a la publicación en redes sociales por parte de mujeres fueron de solidaridad, apoyo y amor. Los hombres, en cambio, sedientos de sangre, lejos de empatizar con la víctima se pusieron manos a la obra para desenmascarar, a partir de algunos detalles, quién era el periodista señalado. Y se refocilaron como gorrinos en su charca cuando descubrieron que se trataba de un progre, un rojo, un "aliado". El feminismo les importaba un pito, desde luego (no faltaron insultos para la víctima, acusada de "follar para medrar"), lo que querían era darle de su propia medicina a uno de los nuestros.


¿Qué sintieron ustedes al ver la famosa escena de Juego de Tronos en la que la malvada reina Cersei Lannister era públicamente vejada en su "paseo de la vergüenza", rapada, desnuda y expuesta a la ira popular que a su paso gritaba, insultaba, la escupía o le arrojaba heces y orines? ¿La disfrutaron o lo pasaron tan mal como yo? Así acostumbraba a funcionar la justicia popular medieval, que tenía más de revanchista que de justicia, y que las autoridades propiciaban para que los más humildes expiasen las frustraciones de su miseria y luego se quedasen calmaditos y sometidos. La teoría de los movimientos sociales distingue entre un "viejo repertorio" de protesta (cargado de violencia y dirigido contra personas particulares) y el moderno repertorio, menos violento y más anónimo: si en el Antiguo Régimen los campesinos insurrectos asaltaban con antorchas el castillo del señor feudal, la protesta colectiva actual se representa en forma de huelgas y manifestaciones, en las que afortunadamente corre menos la sangre.

Reliquias de aquel brutal viejo repertorio subsisten aún en forma de fiestas populares, amparadas en la tradición. Como la polémica "Quema de Judas" del municipio sevillano de Coripe, donde cada año se elige popularmente al "malvado del año", cuya efigie en forma de monigote se cuelga en la plaza pública, se le dispara, insulta y finalmente se le prende fuego. "Judas" así ajusticiados han sido en los últimos años personajes públicos variados como Pujol, Puigdemont, Rodrigo Rato, el pequeño Nicolás o el piloto del helicóptero de la DGT estrellado que dio positivo en drogas. También mujeres, como Ana Julia Quezada ('fiesta' que se llenó de insultos racistas) o Bárbara Rey, vaya usted a saber por qué. Y esa vieja y brutal justicia popular parece revivir una etapa dorada en nuestros días gracias a las redes sociales.

Resulta obsceno que los autoproclamados "librepensadores" hablen una y otra vez, desde todos esos altavoces públicos que monopolizan, de una merma de libertad, cuando lo cierto es que esta no ha hecho más que doblarse, abarcando a esa otra mitad de la sociedad silenciada hasta hace poco. Más obsceno resulta aún que señalen una "dictadura de lo políticamente correcto" cuando, cada vez con más asiduidad, presenciamos pronunciamientos racistas, machistas o fascistas que, si antes se esgrimían en privado, ahora se enarbolan envalentonados. Que apelen a la "cancelación" cuando Woody Allen acaba de estrenar su última película en Venecia o son las obras de teatro consideradas "ofensivas" las que sufren la censura por parte de gobiernos de PP-Vox, o que hablen de una supuesta "caza de brujas", cuando saben perfectamente lo que fue aquello: con el proceso inquisitorial de Salem o con el macartismo, la persecución sin garantías jurídicas por parte de las autoridades hacia los más vulnerables.

Y porque siguen siendo ellos los que con más ganas se lanzan a los linchamientos públicos virtuales cuando les conviene: unas horas de Trending Topic en Twitter, antes de saltar a la siguiente polémica del entretenimiento, y la reputación y la carrera profesional de una persona arruinada para siempre. Sin pasar por los tribunales y para exclusivo provecho del bolsillo de Elon Musk.

Son ellos lo que han convertido el término de "aliado" en una burla contra los hombres implicados en la causa feminista, como si no fuera algo que afecta a toda la sociedad. Los tildan de hombres blandengues, "planchabragas", o cínicos que utilizarían el feminismo como la última treta para ligar (no son capaces de concebir las relaciones con mujeres de otro modo).

La historia de la civilización occidental está llena de hechos recriminables: guerras, imperialismo, explotación del hombre por el hombre, de la naturaleza como un recurso sin fin, y siglos considerando a las mujeres, esa mitad de la población, como seres inferiores y por tanto no merecedoras de idéntica dignidad. Pero si algo bueno tiene, frente al exaltado orgullo chovinista de otras culturas, es su capacidad de criticarse y cuestionarse a sí misma una y otra vez, para poder avanzar.

De Sócrates a Descartes, todo el proyecto de la Ilustración que desmontó lo que hasta entonces se consideraba normal, natural o sagrado, y que doscientos años después también hemos cuestionado por su reducción del hombre a su capacidad meramente racional, arrebatándonos otras dimensiones igualmente tan humanas; porque dejó fuera a todo lo que no fuera el hombre blanco, y por eso ahora, desde el género o el decolonianismo, cuestionamos su relato histórico, político, artístico o cultural. La ciencia, forma de conocimiento actualmente hegemónicamente y que más fructífera se ha demostrado hasta el momento, se asienta sobre una lógica similar: conocimientos considerados "provisionales", constantemente sometidos a la prueba de falsación, donde no se trata de demostrar la verdad, sino de fracasar intentando demostrar su mentira.

¿Qué hacer? es el famoso título del libro de Lenin que exploró los fundamentos para llevar una revolución proletaria a cabo con éxito. La profunda revolución feminista que vivimos en nuestros días, que busca socavar los cimientos de una estructura sociohistórica basada en la división jerárquica, antes que en obreros y capitalistas, entre hombres y mujeres, se enfrenta ahora a ese mismo interrogante, que merece un debate de calado que no cabe en los 240 caracteres de un tuit. Fueron las primeras declaraciones de Jenni Hermoso filtradas desde la fiesta del vestuario: "No me ha gustado, eh" y sobre todo, "¿Y qué iba a hacer?". Qué podía hacer ella, qué debemos hacer nosotras.

Porque legítimo podría ser un feminismo que desconfía de todo hombre, y cuyo revanchismo no alcanzaría a hacer justicia frente a siglos de discriminación y abusos, como el que abre la puerta a esos "aliados" que, como nosotras, han sido capaces de escuchar, leer, aprender y empatizar, sometiéndose ellos mismos a la revisión introspectiva por la que también hemos pasado nosotras para cambiar y abrirse a una nueva mirada sobre el mundo. Desde luego los prefiero a los compañeros generacionales que escriben cosas como que "follar ha dejado de ser divertido" (¿para quién?, me pregunto), que si ahora habrá que firmar un contrato antes de irse a la cama, o que señalan al "deseo sexual" como el gran problema de los hombres (deseo del que, al parecer, nosotras carecemos).

Y llámenme ingenua pero, pese a las aún muchas rémoras machistas de la ley y sus jueces, prefiero seguir confiando en un Estado de Derecho garantista, la proporcionalidad de las penas, la prescripción de los delitos (salvo para casos de lesa humanidad) que no nos haga eternamente rehenes de nuestro pasado y un sistema penal que busca la rehabilitación y reinserción antes que el castigo. Claro que castigar resulta más fácil que educar y concienciar para prevenir, aunque a diario veamos con preocupación cómo los agresores sexuales son cada vez más jóvenes.

No participemos en la hoguera de la plaza pública ni les concedamos la razón con nuestro silencio. No hagamos como ellos y convirtamos a quien hasta ayer era uno de los nuestros en "ese señor del que usted me habla". No nos hurtemos un debate sosegado que nos afecta, regalándoselo a los abogados del diablo de los medios de derechas. No nos contentemos con que rueden unas pocas cabezas, porque detrás de cada sentenciado por la opinión pública permanecen impunes miles de hombres mucho más poderosos, que seguirán abusando sistemáticamente de su poder mientras reciben premios y homenajes. Y porque el señalamiento de ciertos individuos puede llevar de forma contraproducente a pensar que se trata tan solo de unos cuantos casos de "manzanas podridas", una anomalía en el sistema, apuntalando de ese modo la injusticia. No participemos, en fin, de este carnaval: una fiesta originariamente concebida como una subversión efímera del orden establecido, para que al día siguiente todo siga tal y como estaba y cada cual regrese al lugar que le corresponde.

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