Otras miradas

Nosotras contra el poder

Oti Corona

Maestra y escritora

Decenas de personas marchan en la manifestación por el Día de Acción Global por la despenalización del aborto, a 28 de septiembre de 2023, en Madrid (España).- Matias Chiofalo / Europa Press
Decenas de personas marchan en la manifestación por el Día de Acción Global por la despenalización del aborto, a 28 de septiembre de 2023, en Madrid (España).- Matias Chiofalo / Europa Press

El poder nos observa, receloso. Detesta que las mujeres podamos gozar porque sí y a cambio de nada. Que podamos pagarnos nuestro pan y nuestro techo, escoger cuándo tenemos relaciones sexuales, cómo y con quién, elegir, sin miedo y sin culpa, si queremos o no ser madres. Al poder le gusta la libertad, pero no la nuestra, sino la que se disfruta a nuestra costa. La libertad de las mujeres se llama libertinaje, abuso, sindiós, desmadre o pecado. Nuestra liberación es el caos.  

Cuando las mujeres pueden decidir libremente sobre su maternidad, suelen tener pocos hijos o ninguno. El poder, tan hambriento de soldados, de obreros, de bolsas de carne humana a disposición del sistema, arruga las narices. Qué mal que las chicas no quieran parir, que no den a las relaciones sexuales la importancia que merecen, que no consideren cada coito un momento crucial de su existencia, que disfruten sin dar ni esperar nada más allá del placer. Y qué fracaso que los hombres apenas tengan que esforzarse para conseguir sexo.

¿Y si esta falta de interés de las mujeres en formar una familia vuelve a los hombres unos holgazanes? La vagancia no sirve al poder, que intentará por todos los medios incentivar la competitividad entre hombres, su afán por ganar más dinero, por someterse como bestias al mercado de trabajo. Es preciso, por tanto, controlar la fertilidad de las mujeres que, si se arriesgan a un embarazo y un parto no deseados, exigirán garantías de fiabilidad a los hombres con los que se acuesten. 

Cuando el poder grita libertad, se refiere a la que otros obtienen cuando nosotras vivimos ocultas y asustadas, cuando ponemos las relaciones sexuales en el lugar que al sistema le interesa, es decir, cuando el coito significa jugarse literalmente la vida. El poder necesita ilegalizar el aborto, dificultar el acceso a medios anticonceptivos, impedir una sana educación sexual desde la infancia. Tan pronto encuentra una grieta, esto es, en cuanto las mujeres bajamos la guardia, se emplea a fondo en la tarea de arrebatarnos nuestro derecho a evitar o a interrumpir un embarazo.  


Es una decisión rentable políticamente: los varones se entrometen bastante menos ante la prohibición del aborto que ante su legalización, así que a las altas esferas solo llegan los gritos de protesta de la mitad de la población. Además, es fácil confundir a los más ingenuos al llamar "bebé" a un pegote de células, convencer a la masa de que un cigoto, un embrión o un feto valen más que una mujer. Tan fácil como llamarse "provida" aunque por el camino maten a jóvenes y niñas, víctimas de la falta de atención médica o de los abortos clandestinos 

Mientras tanto, las mujeres en edad de procrear, y cualquiera que simpatice con ellas, habitan un régimen de auténtico terror donde un accidente o una casualidad pueden convertir en víctima a cualquiera. Le sucedió a Dorota, una mujer polaca embarazada de cinco meses a la que dejaron agonizar hasta la muerte. Un aborto la habría salvado, pero los médicos decidieron esperar. ¿A qué? No lo sé. Tenía 33 años.

Le pasó a Justyna Wydrzyńska, una activista condenada a ocho meses de trabajos sociales por enviar unas pastillas abortivas a una mujer maltratada que sufría un embarazo no deseado. Pastillas que, por cierto, ni siquiera llegó a utilizar. Le ocurrió en El Salvador a Evelyn Hernández, que soportó dos años de cárcel acusada de asesinato tras un aborto espontáneo. Ocurre con las mujeres que ceden sus datos a apps de control menstrual, que a su vez filtran los datos al mejor postor, convirtiéndose así en herramientas de control sobre esas mujeres. 


Y a esos espacios nos quiere relegar el poder: la clandestinidad, el dolor, el miedo, la muerte. La sospecha sobre cualquier mujer en edad fértil. Ayer fue Trump, hoy es Milei: dirigentes que se sirven del poder para controlar la sexualidad de las que viven bajo su mando. Saben que la posibilidad de un hijo no deseado nos debilita, nos obliga a depender de los hombres, a desconfiar y a que desconfíen de nosotras, a ser más cautas con nuestra intimidad. Y conocen cómo afecta ese estado a los varones. La prohibición del aborto no guarda relación alguna con la supervivencia de un manojo de células que no sienten ni padecen, sino con la subyugación de las mujeres a los hombres y, de rebote, la de los hombres al mercado laboral. 

Hoy quieren retroceder en Argentina como antes retrocedieron en Polonia o en Estados Unidos. Hoy son ellas, mañana podemos ser nosotras. Nuestra salud, nuestra libertad y nuestras vidas dependen de lo unidas que estemos y lo fuerte que alcemos la voz ahora, mañana y cada día, porque nuestros derechos sexuales y reproductivos nunca, jamás, estarán garantizados mientras exista el poder. 

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