Otras miradas

Cuerpos visibles: escuchando a mi sobrino trans

Mar García Puig

Diputada de En Comú Podem en el Congreso y vicepresidenta Primera Comisión de Igualdad 

.- PIXABAY
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Confieso que escribo este texto sabiendo que quizás no debería hacerlo. Pero asumo esta contradicción. No deja de ser paradójico que en el día de la visibilidad trans vaya yo, una persona no trans, y firme un artículo que reclama su visibilidad. Pero hace unos años que me llaman señoría, tengo una tribuna y, como diría Gabriel Celaya, me considero una ingeniera del verso: donde veo una imprenta, me siento impelida a construir palabras.

También es cierto que hace tiempo que defiendo que debemos avanzar más allá de formas identitarias de entender la política. Como argumentan lúcidamente múltiples voces en el libro Alianzas rebeldes, debemos reconocer la importancia de compartir las luchas con quienes compartimos valores y romper con la falacia de que, por tener una misma identidad, tenemos un mismo ideario político. Con esa mentalidad, he leído voces trans imprescindibles como Alana Portero, Lucas Platero, Miquel Missé o Elizabeth Duval, y ha sido gracias a ellas que he podido reconocer en sus palabras cómo la normatividad de género que oprime a las personas trans también me afecta, y como la reclamación de su capacidad de agencia frente a estructuras rígidas es liberador para todas. He visto en nuestras luchas una raíz y un objetivo común más allá de que cotidianamente podamos enfrentarnos a retos diferentes.

Y mientras pensaba en cómo escribir este artículo, desde ese sentimiento de impostora pero también desde la legitimidad que me atribuyo al construir alianzas, me vino a la cabeza un cuerpo, uno al que he cuidado, física y emocionalmente, y que tengo la suerte de que me deje acompañarlo en su proceso de transición. Mi sobrino tiene catorce años, y hace dos nos comunicó que quería que nos dirigiéramos a él con otro nombre y otros pronombres. Mi madre y yo destensamos el momento recordando como nos costó elegir su nombre antes de que naciera, cuando incluso abrimos un blog familiar para someter a votación las mil opciones que cada día nos planteaba mi hermana. Tanto esfuerzo y al final lo eliges tú.

Pero lo cierto es que es eso precisamente lo que estaba haciendo mi sobrino. Decidir él mismo cómo cabalgar en el malestar que le producen los mandatos del género, unos mandatos que yo también sufro, pero en otras claves y con otras respuestas. Y frente a los debates teóricos que vivimos estos días sobre los derechos de las personas trans, frente a la contundencia de las enseñanzas de mi sobrino, lo que creo que me toca hacer hoy aquí es reivindicar la legitimidad de las experiencias de las personas trans, especialmente de las adolescentes, a las que se ha puesto en el punto de mira desde un enfoque que no deja de tener un sesgo adultocéntrico. Se las ha hecho blanco de todo tipo de disquisiciones filosóficas que, aunque son interesantes y necesarias, nunca pueden usarse para vulnerar derechos o ejercer violencia, aunque sea simbólica.

La autora feminista Nathalie Wilson acuñó el término «activismo encarnado» para reivindicar el hecho de que todos vivimos en y a través de nuestros cuerpos, y que es este el que tiene que ponerse en primer término cuando queremos hacer un mundo mejor. El cuerpo de las personas trans ha sido siempre el lugar de la violencia y de la exclusión. Cuando le pregunté recientemente a mi sobrino cómo se sentía con su cuerpo, me contestó que él no siente ningún rechazo respecto a sí mismo, pero sí percibe el rechazo de los demás. No hay nada equivocado en mi cuerpo, me dijo, pero sí en la mirada ajena. Me pregunto si estamos a tiempo de parar una deriva que muy probablemente le llevará a asumir esa mirada ajena como propia, mucho más en medio de una escalada dialéctica en la que tanta gente se cree con derecho a pontificar sobre las vivencias ajenas.

En este momento en el que me encuentro pisando las alfombras institucionales, reclamo que practiquemos desde el Congreso de los Diputados respecto a las personas trans una política encarnada, capaz de reconocerlas como cuerpos más allá de objetos de debate. Como yo hago con mi sobrino cuando, mirándome con esos ojos enormes que parecen salidos de un cómic de manga, me dice: ojalá un día yo no fuera una persona trans, ojalá se abolieran todas las etiquetas, pero mientras tanto me preocupa mi día a día y que se garanticen mis derechos. No hay que perder la capacidad crítica y de reflexión, pero tampoco la oportunidad y urgencia de legislar. El Ministerio de Igualdad ha impulsado una ley LGTBI que incluye artículos que caminan en esa dirección y que en breve empezará su andadura en el Congreso. Y allí tiene que encontrarnos con los brazos abiertos, dispuestos a no caer en enfrentamientos estériles que dañen aún más esos cuerpos que tanto la necesitan.

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