Otras miradas

La tortura de Assange y la defunción del periodismo; sin ir más lejos, en Ucrania

Víctor Sampedro Blanco

Catedrático de Comunicación Política en la URJC

La tortura de Assange y la defunción del periodismo; sin ir más lejos, en Ucrania
Un boceto de la artista Elizabeth Cook muestra al fundador de Wikileaks, Julian Assange (derecha), asistiendo a su juicio de extradición en el Tribunal Penal Central. Un juez dictaminó que Assange no puede ser extraditado a Estados Unidos. Foto: Elizabeth Cook/PA Wire/dpa

Por enésima vez los medios publicitan lo que la ONU calificó de tortura: el trato que recibe Julian Assange en el Guantánamo británico en el que está recluido. Debemos haber leído ya una decena de veces que el Reino Unido lo extraditará a EE.UU. Y que, una vez allí, le condenarían a 175 años de cárcel. Eso después de más de una década de confinamiento domiciliario y aislamiento carcelario. Las "noticias" sobre Assange apenas son notas judiciales. Dan cuenta del destrozo que le han provocado. Es un paria enajenado, un asperger deprimido al borde del suicidio.

A Assange lo ajustician en bucle. Los medios que se lucraron con sus filtraciones publicitan su castigo y encubren su gesta. Apenas ejercen de notarios correveidiles y perros falderos de los torturadores. Assange sería libre si tan siquiera uno de los directores que publicaron sus filtraciones – pongamos en El País, Le Monde, The New York Times o The Guardian – se hubiera auto-inculpado de los cargos que pesan sobre el hacker australiano. Asumir como propio el delito de investigar y revelar verdades habilita para ejercer el periodismo. Autoincúlpándose las feministas lograron el derecho al aborto y los insumisos acabaron con el servicio militar.

No abundan los periodistas activistas de la transparencia (algo que les va en el oficio), sino los relaciones públicas del poder. Las redacciones ya no hacen periodismo, sino publicidad corporativa y propaganda política disfrazada de noticias. Solo así se explica tanto silencio cobarde: la aquiescencia del cómplice. Y así también se entiende que la cobertura que recibieron las filtraciones de Wikileaks desactivase su carga crítica. Tras conocerlas, el periodismo y el mundo debieran ser otros: información fundamentada en bases de datos incontestables y una globalización de los derechos humanos defendidos desde un Cuarto Poder en Red.

Eso es lo que el castigo a Assange invisibiliza: la alianza entre filtradores anónimos y medios que colaboran entre sí. Se trata de blindar la privacidad de la ciudadanía con la encriptación. Y de aplicar la transparencia a los poderosos. El último libro de Assange fue la transcripción de su entrevista con Eric Schmidt, el CEO de Google. Una llamada a que la ciudadanía asumiese el control de sus comunicaciones y a que filtrásemos los bancos de datos que desnudan el poder.

La represión de Assange es proporcional a la grandeza de su gesta. No resulta sencillo enterrar la denuncia incontestable, sin réplica posible, de los crímenes de guerra del Pentágono. Tampoco el neo-imperialismo de la red diplomática más poderosa del mundo. Ese era el significado último de los cables de Irak y Afganistán y del Cable Gate. Y hacerlo desde Internet, desde una comunidad libre como es Wikileaks que crea una zona de autonomía insobornable e imparable. ¿Se los imaginan informando sobre Ucrania? ¿Creen que estaríamos en guerra? Ya les digo que no.

Wikileaks practica un periodismo que supera todo ejemplo previo o posterior: se erige en contrapoder mancomunado. Llevamos diez años postulando ese periodismo de código libre. Y Assange, purgando el haberlo hecho realidad.

No ladran, sino que le muerden la yugular, porque aún cabalgan. ¿Quiénes? Los criptopunks que han hackeado decenas de empresas y organismos gubernamentales rusos en represalia por la invasión de Ucrania. Y quienes denuncian la campaña prebélica de Putin y de la OTAN, los crímenes de guerra de ambos bandos, el negocio que generan para los traficantes de armas, los monopolios energéticos y de materias primas... la muerte y el hambre que todo ello provoca. Pero lo hacen sin poder aportar datos.

Las pantallas rusas ensalzan al carnicero Putin. Y las europeas y estadounidenses, al comediante Zelensky. Si es que esos roles no son ya intercambiables. Tampoco es casualidad que el mandato de Donald Trump sentara las bases para masacrar jurídicamente a Assange. Y que sea el gobierno de Boris Johnson (quizás el líder más belicista junto con Putin), el que dé luz verde a su extradición. Reivindicar a Assange es desnudarlos. Solo cabe retomar, ahora con Ucrania, el testigo que el australiano-ecuatoriano recogió. El asumió que el Vietnam de su generación eran Irak y Afganistán. Quien no siga su ejemplo, que entregue el carnet de periodista.

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