Otras miradas

El negocio, el compadreo y otras formas de corrupción en Madrid

Marta Higueras

Concejala del Ayuntamiento de Madrid

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida. -Eduardo Parra / Europa Press
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida. -Eduardo Parra / Europa Press

Si pensamos en cómo se gobierna hoy Madrid, la ciudad y la comunidad, es probable que nos venga a la mente un partido político concreto y una cascada de nombres de personajes vinculados a éste, que abarca varios gobiernos, y todo un espectro de casos de corrupción a lo largo de los últimos 30 años.

La impresión tras esta primera idea intuitiva es que el negocio y la política van irremediablemente de la mano y que, aunque sólo conocemos la superficie de una corrupción que tiene raíces profundas, es poca la atención que le prestamos frente a la distracción del conflicto político de cada día. Conflicto que a menudo presenta el gobierno de Madrid como luchando en una guerra contra un enemigo irreal.

Pero ninguno de nuestros problemas tiene su causa en ese enemigo que no existe. La intención no declarada de quienes gobiernan la ciudad y la Comunidad, es defender privilegios y proteger intereses económicos, y ese objetivo lo disimulan con una retórica que sirve de acicate a los que se exaltan, de excusa para tranquilizar sus conciencias y, al mismo tiempo, de justificación para apropiarse de lo público. Porque eso es la corrupción: apropiarse de lo público para favorecer los intereses particulares, los negocios propios, los de familia y los de los amigos.

Cada día desayunamos con una derecha indignada por el desafío a sus valores conservadores y a sus intereses económicos. A su confort y a su egoísmo. Su prensa y su aparato de propaganda montan grandes campañas para deslegitimarnos, difundiendo prejuicios e inventando culpables a quienes temer y odiar. Pueden volcarse contra las personas inmigrantes que "se aprovechan" de nuestro estado de bienestar o contra las opciones progresistas que quieren cobrar más impuestos para "mantener chiringuitos" para minorías. Pero de la justicia que es responder a pandemias como la covid-19 sin dejar a nadie atrás, o dar oportunidades con educación y salud públicas y universales de calidad, luchando contra las desigualdades, esta derecha no dice una palabra.

Se inventan amenazas cuyo único fin es anular reformas sociales y retroceder en derechos. Su acción política es la lucha para favorecer a los grandes tenedores inmobiliarios, a los constructores y a las élites empresariales. La coartada de la lucha a vida o muerte en defensa de los valores tradicionales, con un lenguaje simplista y apocalíptico, no tiene otro fin que defender el propio provecho.

Este enfoque pone al descubierto una realidad: que sus votos, agenda y poder buscan "cargar las tintas" y despertar reacciones emocionales de cara a la galería, mientras en los despachos hipotecan a 30, 40 y 75 años parcelas que debieran albergar dotaciones básicas para los barrios, nos privan del espacio público para que empresas privadas hagan negocio con nuestras calles y plazas, entregan los aparcamientos a empresas dispuestas a romper todas las normas, o privatizan la gestión de los servicios básicos deportivos, asistenciales y educativos. No es necesario hacer un análisis detallado de los casos que desde la oposición hemos destapado con los contratos de emergencia, las mascarillas, la funeraria, las oposiciones en la policía municipal (y las formas que utilizan algunos de sus mandos), o la EMT para preguntarse: ¿todavía hay quien piense que todo eso es a cambio de nada?

La lucha contra la corrupción es el combate por más y mejor respuesta a los problemas de sociedad en su conjunto. El deterioro en la confianza política que acumulan líderes, partidos e instituciones, entre otras cosas, es la que esta semana ha llevado a la ultraderecha en Italia al poder. La preocupación del electorado italiano por la explotación de la res pública para el negocio, la corrupción y el manejo de las influencias amenaza con convertirse en una dinámica crónica. Esta desviación de poder alimenta el descrédito, el descrédito se produce por la corrupción y ambas alejan a la ciudadanía de la administración del bien común, desacreditan el sistema democrático, y la llevan a apoyar aventuras autoritarias y regresivas.

No aceptemos como inevitable la corrupción y los corruptos ni seamos tolerantes con estos. No premiemos en elecciones a políticos investigados por casos claros de corrupción política. No los blanqueemos en los medios, no desestimemos su historial en nuestros grupos, organizaciones y formaciones políticas.

El aumento de la connivencia ciudadana con la corrupción —o con políticos que fomentan el odio desde sus discursos, el recorte de los impuestos o de las libertades— socava los valores democráticos. Es necesario que se propicien y extiendan con vigor valores cívicos que favorezcan una vida pública sana y transparente.

El futuro de nuestra Comunidad y de Madrid requiere mejorar la calidad de su gestión pública, dejar atrás las justificaciones del paradigma neoliberal para el egoísmo, hacer descansar el peso del sistema político en la ciudadanía y no en las élites, y garantizar un gobierno honrado, transparente, que rinda cuentas y persiga la corrupción y el fraude de manera activa y no a golpe de titulares.

Sabemos cómo hacerlo. Lo hemos hecho ya, y hoy es más necesario que nunca.

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