Ahora que no nos oye nadie

Diario Rumbo a Gaza VII - Mereció la pena

Emilia G. Morales

Diario Rumbo a Gaza VII - Mereció la pena
Integrantes de la Flotilla de la Libertad - Público

26.04.24

10.00 horas

Anoche cenamos en el mismo restaurante que días atrás. Un espacio amplio y sin terraza en el que venden cerveza y raki (el equivalente al anís español). Al fondo de la sala hay una bandera enorme de Turquía y, sobre ella, la cara de Mustafa Kemal Atatürk, padre de la patria turca. Anoche nos reímos a carcajadas, por fin. Supongo que el fin de la incertidumbre es mejor que recalcular constantemente la hipótesis de una nueva salida del barco.

Pablo y yo hablamos con Thiago Ávila, un influencer y activista brasileño con los dientes más blancos del planeta. Es militante del Partido Socialismo y Libertad (PSOL). Aprendí que es una escisión a la izquierda del Partido de los Trabajadores y que su práctica política consiste en ocupar (recuperar) tierras del extrarradio urbano junto a las comunidades y familias desposeídas.

Tiene una mente preclara y en mitad de su lección magistral de política brasileña nos cuenta que ha sido encarcelado en dos ocasiones en el Brasil de Jair Bolsonaro. Pienso que, en ese contexto, un ejército de élite israelí debe ser mucho menos intimidante. O que, al menos, él ya se ha asomado en otras ocasiones al abismo del miedo que en estos días se nos ha abierto a muchos bajo los pies. Pero más grande que ese miedo es su convencimiento de que hay un mundo mejor por llegar y de que, para ello, es necesario empujar salvajemente sus bordes para que en él, como dicen los zapatistas, "quepan muchos mundos".

Uno no salta el barranco del miedo impulsado por la pena. Uno lo salta con rabia o con una alegría desbordante. No hay derrotismo en las caras ni en las palabras de las decenas de personas que han cruzado medio mundo dispuestas a perderlo todo, a empujar ese marco que en el Mediterráneo tiene como límite físico el bloqueo naval a Gaza. A pesar, incluso, de que la probabilidad más alta es la de que los barcos no salgan.

14.30 horas

Aún no sabemos qué es lo que ha ocurrido con la inspección del barco. Es lo único que podemos sacar en claro de la reunión que ha tenido lugar en Tugra esta mañana. En ella, Ismail Songür, de IHH, ha explicado de nuevo la situación. Se ha cabreado cuando le he preguntado por el origen de las banderas de los otros dos barcos y por las razones por las que eligieron la de Guinea-Bisáu para el buque de pasajeros. "¿Eres de la expedición?¿acaso vas a subir?", me increpa. "Bueno, si no zarpa el barco no", le respondo. No deben estar muy acostumbrados a que los periodistas les cuestionen. Pasa por encima de mis preguntas y apenas esboza el argumento de que compraron una barata y rápida para poder navegar cuanto antes.

Nos pide que no preguntemos, que darnos detalles puede complicar aún más las gestiones que tienen entre manos. Que debemos confiar en ellos. Esta fe ciega no se parece en nada a mis limitadas experiencias políticas en España. Pero claro, aquí el contexto es radicalmente diferente. Quizá estoy siendo una etnocentrista de mierda.

Lo que está claro es que el barco no saldrá ni hoy ni mañana y posiblemente tampoco a lo largo de la próxima semana. Esto sobrepasa el límite temporal que se habían marcado la mayoría de los participantes en la delegación española, incluidos los cuatro cargos públicos que vinieron dispuestos a embarcar. Después de la reunión hacen un canutazo a las afueras del hotel y explican que deben volver a sus obligaciones públicas, pero que esperan una nueva fecha para salir hacia Gaza. Compartir con ellos esta semana ha zarandeado mi cinismo. Son valientes y tienen una convicción absolutamente transparente. Eso es más fé de la que le tengo a la política institucional desde hace tiempo.

16.00 horas

Nos vamos todos hasta nueva orden. Compro el billete de avión y llamo a mis padres y a mi pareja. Vuelvo a casa, mañana nos vemos. 

27.04.24

Escribo esto el sábado 27. Son las 6.30 de la mañana y ya es muy de día. He dormido muy pocas horas y la luz me molesta en los ojos. Cruzamos el Puente del Bósforo hacia la parte oriental de Estambul, donde se encuentra el aeropuerto Istanbul Sabiha Gökçen del que sale el avión que me llevará a mi habitación revuelta, a mi gata, al abrazo de Curro. Me invade la alegría de brindar con él bajo el sol.

Por cada punto cardinal, una bandera de Turquía ondea dramáticamente en el horizonte. Son salpicaduras de lo que Michael Billing llama "nacionalismo banal". Banderas, himnos, colores y estructuras gramaticales –en definitiva, símbolos– que funcionan como un recordatorio de baja intensidad pero constante de nuestra identidad nacional. Estos símbolos emocionales convocan a los patriotas a coger las armas o atacar discursivamente cuando la nación se siente intimidada. Y esto pasa casi siempre. Por eso tiene que ser recordada constantemente, banalmente, inofensivamente, para que no olvidemos quienes, supuestamente, son los nuestros, ni cómo somos ni contra qué nos defendemos. Así es más fácil pasar por encima de una pila de cadáveres.

La nación tiene en su composición un desafío permanente de guerra. Ante él, el Estado nos promete seguridad y protección. La filósofa Marina Garcés dice en su ensayo El tiempo de la promesa que "ser ciudadano es gozar de esta promesa a cambio de jurar servidumbre" y que esta promesa de protección "se sostiene sobre una exigencia de fidelidad y sobre una amenaza".

La promesa de la nación israelí es la ficción de un Estado judío homogéneo y seguro que la humanidad les debe después de siglos de sufrimiento. Pero no hay Estado sin fisuras, y la amenaza de estar siempre a punto de resquebrajarse es lo que lo mantiene caminando hacia adelante, como un zombie kamikaze y racista. La legítima defensa es el canto de sirena con el que se acunan los patriotas. Pero no hay legitimidad en apuntar los tanques hacia una ciudad llena de seres humanos aterrorizados como Rafah. Pensar con la izquierda nos exige reevaluar constantemente la relación de fuerzas ¿Cómo es el poder?¿Dónde se aloja, qué verbos utiliza?¿Quién tiene capacidad para cumplir sus promesas? 

"Somos una consciencia que naufraga entre imaginarios catastróficos y peligrosos deseos de salvación", dice Garcés. Mientras la nación se promete seguridad y sangre, nosotros nos prometemos un mundo mejor. Y esa promesa nos permite "sacar media cabeza del agua" entre brazada y brazada.

Los que vinimos a Estambul siguiendo a la Flotilla nos prometimos a nosotros mismos dos cosas: que volveríamos sanos y salvos; y que esto merecería la pena. Visto desde la óptica de la consecución de su objetivo, podría considerarse que ha fracasado. Pero viéndolo desde su cualidad procesual, una misión como esta no puede fracasar. La Flotilla de la Libertad intentará, una y otra vez, romper el bloqueo de Gaza. Estoy segura de que lo conseguirá.

Pero su propósito, más allá de llevar ayuda humanitaria a los gazatíes, era retratar a nuestros gobiernos, pasivos e infames ante la matanza. Era denunciar la impunidad de Israel y sus prácticas mafiosas, una y otra vez, hasta que nos quedemos sin voz. Era poner el foco en las costuras deshilachadas por la que se escurren todas las promesas de bondad nacionales (España, Turquía, EEUU) y supranacionales (la Unión Europea).

Algo se mueve cuando algo se mueve. Un montón de cuerpos que se convocan en Estambul, con sus hipótesis, terrores y potencias, se desplazan los unos a los otros. En su contacto, generan una nueva red de afectos, conocimientos, lenguajes e imaginarios con los que tensionar a Israel y proyectar el fin de este infierno. Nos mueve a nosotros mismos. Claro que mereció la pena.

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