El recuerdo es la síntesis de la experiencia, y la experiencia nos hace, nos moldea, nos construye, nos libera en la tiranía de la maravilla o del trauma. Los animales guardamos "memorias" para sobrevivir. Sin esta defensa, dejamos de pisar suelo, perdemos el Sur de lo que fuimos y el Norte de lo que será. Quedarse sin recuerdos es por tanto vivir incompleto: como un desayuno sin magdalenas. Y esta no es una metáfora escogida al azar...
Los sabores también tienen sus memorias. Está el ejemplo de Proust y su icónica magdalena: el olor de ese bollo le hizo viajar de golpe, como montado en un esponjoso DeLorean, al pasado: la magdalena contenía la síntesis química de sus veranos de la infancia, los jardines de En busca del tiempo perdido. Ese aroma disparó de algún modo miles de palabras, todo por obra maestra del sistema límbico, región del cerebro a la que van a parar las memorias sin bautizar.
Un estudio realizado en 2018 por la empresa Orpea llegó a una conclusión proustiana: uno de los recuerdos más apreciados entre las personas mayores es el de los sabores de su infancia. Un 87% de los internos en residencias recordaba su comida favorita. En sus neuronas aún aparecían las brumas de "cocidos", tiovivos de "arroces y paellas", jardines de "migas" y "huevos fritos". También el "arroz con leche", y claro está, el "chocolate". Esos sabores son como las piedras fundadoras de una civilización que llamamos vida, y que sabemos condenada de antemano a su Atlántida. Trocitos de vida capturados en el paladar como en una fotografía desenfocada, un lazo con la seguridad de un mundo que, como el de Proust, está perdido.
Recordar sabores: un asunto de supervivencia
Los humanos somos unos animales más conservadores de lo que nos gusta admitir. Seguramente porque venimos de una sabana ancestral, rodeados de gatos con dientes de sable y frutos venenosos. Un sabor extraño y no reconocible suele ser rechazado por el cerebro en un fenómeno que denominan "neofobia". Eso explica que nos encanten los caracoles asados en sus babas (sí: "a la llauna" suena mejor), y en cambio nos escandalicemos con unas hormigas de culo gordo asadas.
Los neurocientíficos han llegado a la conclusión de que esa posibilidad de determinar y reconocer a qué saben las cosas es una de las funciones cerebrales cruciales para la supervivencia. La neurogastronomía es la ciencia que estudia cómo el cerebro crea el sabor, y tiene la esperanza de devolverle este placer a las personas enfermas, como las que padecen Alzheimer. Ocurre también en los pacientes de cáncer sumergidos en radioterapia: las comidas pueden convertirse en magdalenas metálicas.
Es un misterio todavía sin resolver. El sabor realiza un viaje maravilloso a través de nosotros, y hace partícipe a distintas partes del cerebro que regulan los sentidos y la memoria. El gusto que interviene, además, es uno de los más desconocidos. Convierte una ecuación química en las matemáticas del desagrado o el placer.
Tenemos células especializadas capaces de cargar esa información, a través de un cableado de redes plásticas. Nos ayudan a dar coherencia a la realidad, como el resto de los sentidos. Nos hermanan con esa realidad, para ser más precisos. Nos colocan, del mismo modo que una droga, en lugares y tiempos perdidos. El sabor es una forma de conciencia química.
"El sentido de gusto transmite al cerebro la naturaleza química de la gran variedad de sustancias con la que nos alimentamos", explica la científica María Isabel Miranda Saucedo en su artículo El sabor de los recuerdos: Formación de la memoria gustativa. Sustancias que entran en la boca y se disuelven en la saliva, en íntimo contacto con la lengua y el paladar. Se extraen las cualidades y se establecen escalas y jerarquías, según las propiedades de los alimentos, que terminan definiendo ese lienzo total, ya filtrado por diversas regiones semánticas, que llamamos sabor.
A esto se suma el olfato, que potencia el gusto, y es su valedor o director de orquesta. El cerebro conceptualiza los olores como patrones espaciales y, a partir de este sentido y otros, construye la percepción total del sabor.
El olfato es además el sentido más vigoroso para generar y guardar recuerdos. Actúa como un perro que rastrea y encuentra memorias ocultas en el cado del conejo. Si las leyes se pudieran oler, muchos más aprobarían las oposiciones. Si las matemáticas se pudieran degustar, habría menos suspensos.
Los cinco sabores básicos
La lengua puede recibir con la misma intensidad los cinco sabores básicos: dulce, salado, amargo, ácido y el umami (el sabor del ácido glutámico). Los cinco son adaptativos. En los milenios de evolución que llevamos encima determinaron la vida o muerte. Esto se debe a que ciertas moléculas impactan en los receptores específicos que tenemos en la lengua, paladar y epiglotis: los iones y minerales proporcionarán un gusto salado, los carbohidratos, dulce... Sin ellos, moriríamos.
Los elementos fundamentales de la vida, de las frutas a las semillas, de las sales a los minerales, adoptarán la forma de nuestros sabores favoritos. Podríamos decir que vivir es un festín agridulce, más que un valle de lágrimas. Un camino lleno de engaños, en realidad. Hoy los neurogastrónomos saben que podemos "mentirle" al sabor con los otros sentidos: un plato blanco hará que una mousse de fresa se presente más intensa y deliciosa, y unas zanahorias disfrazadas de chips, tras haber sido ligeramente tostadas al horno, nos parecerán un cordero lechal.
Para entender mejor un suceso tan complejo, fijémonos en la boca: tenemos 10.000 papilas gustativas solo en la lengua, y cada una contiene de 50 a 150 células receptoras. Estas codifican la información relevante que es recibida por el cerebro, quien lo ordenará en una región que, cómo no, tiene nombre de aperitivo: la corteza gustativa. Con la edad, estos botones del sabor van disminuyendo.
Al introducir un alimento en la boca, se inician cascadas de activación, señales a través de los nervios, neurotransmisores químicos por el cableado. Empieza un baile neuronal que puede establecer, y esto es lo más sorprendente, un estado afectivo o emocional, si la experiencia es agradable o nefasta, si valdrá la pena guardarla, como un tesoro intangible, durante toda una vida.
Son los "valores hedónicos" de los que hablan los neurólogos, cápsulas de felicidad que pueden estar presentes en aquel huevo frito que te hizo tu madre o abuela en el límbico domingo.
El mapa de los sabores lleva a casa
Una memoria asociada: nos transmite también la sombra de los seres queridos. Es un te quiero profundamente biológico, codificado en la parte más primitiva, y por ello perenne (en los enfermos de Alzheimer, por ejemplo, la memoria afectiva es lo último en borrarse). La única patria de Rilke, la infancia, está ahí capturada, en ese concreto sabor o aroma, que es vida, es un espacio, cartografía, el camino de baldosas amarillas que nos lleva a la única casa que en realidad tuvimos.
Ese mapa de los sabores está vinculado a otras personas, porque la comida es una ofrenda: comer juntos, beber juntos, experimentar la comunidad del apetito (hoy un anhelo salvaje, un recuerdo acuoso, un grito sordo que nos conmueve).
Tenemos sabores perdidos en estos días metálicos, atrapados en la gran residencia, con las bocas secas. Hoy la distopía es quien nos mastica, y los pediatras nos advierten de que los más pequeños, niños de luna creciente, encerrados en las jaulas domésticas, podrían estar empezando a perder los recuerdos anteriores a la crisis.
Es difícil presentar como apetitosa esta realidad amarga de los abrazos prohibidos, por mucho que usemos la cerámica blanca de unas mascarillas para emplatarla. Sin embargo, todo parece indicar que el sabor seguirá allí, esperándonos.
Esos niños quizás solo recordarán de este ácido episodio aquello dulce o salado que comieron durante estos días de confinamiento. Con cada plato que les preparemos, estaremos fundando parte de su identidad, construyendo un camino por el que un día querrán volver, y con mucho gusto, a casa.
Es idea precisamente de este blog aportar sabores, ideas, sugerencias, para que los límites de esta cartografía sean tal vez más extensos.
Comentarios
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