Traducción inversa

Suicidarse con toros

  Acaba el verano y, como suele pasar en estos casos, es hora de recontar las víctimas ocasionadas en innumerables fiestas patronales por esa curiosa costumbre de soltar un toro por las calles, y luego exponerse a sus nerviosas embestidas. Nunca serán tantas ni merecerán tanta atención como las víctimas de los accidentes de tráfico, y sin embargo es un hecho cierto que todos los años unas decenas de personas pierden la vida de la manera más tonta entre los cuernos de un toro bravo. De todas las formas de morir, esta es una de las más estúpidas. Nadie se colocaría delante de una estampida de elefantes, o debajo de un alud, o entre las corrientes de un río enfurecido. En cambio, son muchos los que sienten un extraño placer situándose a pocos centímetros de la cornamenta de un bóvido cejijunto. Lo suyo, digámoslo ya, es un suicidio en toda regla, y a poco que fuéramos pequeños fundamentalistas (que no es el caso) les negaríamos atención médica o ser enterrados en suelo sagrado.

  Puedo llegar a comprender el poder simbólico del toro, que aparece en nuestros sueños y es pasto de los entusiasmos infantiles. Puedo llegar a comprender que algunos vean "cultura" en la ceremonia que enfrenta a un torero de entrepierna ajustada con un morlaco de pocos amigos. Pero esos ritos inacabables que se escenifican en las calles de muchos de nuestros pueblos con una turba de mozalbetes agrediendo a un animal inocente y exponiendo a su vez su vida ante este, ¿qué sentido tienen?

  Hay formas de morir que requieren del riesgo como requisito dramático. Que te reviente el recto un toro, sin embargo...

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