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Las cárceles de mujeres en el tardofranquismo: Una investigación pendiente

Rosa García Alcón, activista de La Comuna

La década de los 60 del siglo pasado se caracterizó, desde el punto de vista socioeconómico, por el llamado "desarrollismo" que se basó en la sobreexplotación laboral, el turismo y las divisas que enviaban los emigrantes. A pesar de la mejoría económica respecto a la posguerra, los salarios se mantuvieron siempre por debajo de las subidas de los precios. Esta circunstancia fue uno de los acicates de la lucha obrera por mejoras salariales y también por los derechos sindicales y políticos, que acabó representando una fuerte oposición a la dictadura.

Por otra parte, se necesitaban profesionales y mano de obra especializada para cubrir las necesidades de los nuevos centros de trabajo creados por las inversiones extranjeras, lo que obligó a abrir el acceso a la enseñanza superior y a la Universidad a sectores sociales que anteriormente lo tenían totalmente restringido. Además, el turismo y la emigración obligaron a la dictadura a una apertura al exterior que, aunque intentó que fuera muy controlada, no pudo impedir que los nuevos aires que se respiraban en el resto del mundo llegaran a la juventud, activando sus deseos de una mayor libertad y democracia. Las nuevas generaciones, que no habían vivido la guerra, se movilizaron contra la dictadura y su total opresión.

Para frenar este proceso de agudización de la lucha antifranquista, la dictadura utilizó lo que más y mejor conocía: la represión política. Entre 1967 y 1975 se decretaron seis estados de excepción (de los once del total de la dictadura) donde se suprimieron los pocos derechos civiles que estaban reconocidos. La policía política del franquismo, conocida como Brigada Política Social, así como la Guardia Civil y otros estamentos represivos, se empleaban a fondo para detener a cualquier sospechoso o sospechosa de lo que se denominaban "acciones subversivas", un término que abarcaba un amplio abanico de acciones: realizar pintadas, repartir propaganda (ilegal), dar mítines o charlas, proyectar películas censuradas, canciones, hacer coloquios, protestar en las calles, asistir a actos o concentraciones, etc.

Y aunque la participación de las mujeres en la lucha clandestina antifranquista fue continuada y constante, su acceso al trabajo remunerado, a la escuela y a las enseñanzas superiores les permitieron participar como sujetos activos en la lucha política que fue cogiendo fuerza a partir de los años sesenta. Y, lógicamente, eso mismo conllevó un aumento de la represión que cayó sobre ellas.

En el caso de la represión de las mujeres el acento sobre la moralidad y el comportamiento priva­do tuvo un componente decisivo y fue mucho mayor –en razón de su asignación a la esfera privada– que para los hombres; como atestiguan varias investigaciones sobre la represión de las primeras décadas de la dictadura. Ese componente de castigo moral no se abandonó en ningún momento. Por ejemplo, Anita Sirgo y Tina Pérez, grandes luchadoras conocidas por su participación en la huelga de mineros de 1962, fueron detenidas, torturadas y rapadas, tal como se había hecho en la guerra y la posguerra.

En los años cincuenta algunas prisiones de mujeres habilitadas tras el golpe fascista habían desaparecido. En Madrid, se cerraron las cárceles de Quiñones, Claudio Coello y las maternales del Hipódromo y de San Isidro. También se cerraron las terribles prisiones de Saturrarán, Durango, Ondarrieta y Amorebieta del País Vasco; Les Corts en Barcelona, La Chancillería de Valladolid y la de Predicadores en Zaragoza, así como las de Tarragona, Palma de Mallorca y Gran Canaria. Igualmente, el Caserón de La Goleta de Málaga, de infausto recuerdo, dejó de ser cárcel de mujeres en 1954.

En los sesenta quedaban todavía en funcionamiento prisiones femeninas como la cárcel de Ventas (hasta 1969) –que fue sustituida después por el Penal Psiquiátrico de la Cárcel de hombres de Carabanchel y, a partir de 1974, por la de Yeserías– y también la Galera de Alcalá de Henares, en Madrid. Y se construyeron o rehabilitaron otras como La Trinitat Vella de Barcelona; y en el País Vasco: Basauri, en 1964 y Martutene en 1948. Siguieron en funcionamiento las cárceles provinciales de Burgos, Córdoba, Granada, La Coruña, Málaga, Pamplona, Santa Cruz de Tenerife, Segovia, Sevilla, Valladolid, Valencia y la de Torrero de Zaragoza.

El papel de la Iglesia en la represión de las mujeres

La Iglesia católica apoyó de forma entusiasta y activa el golpe militar, poniendo a disposición de los golpistas cuanto necesitaran para llevar a cabo la represión desatada. Durante la República, la ministra Victoria Kent había intentado modernizar las prisiones y había alejado a las órdenes religiosas de las cárceles creando un cuerpo de funcionarias, pero el golpe de estado fascista de 1936 acabó con todo ello. La Orden de 30 de agosto de 1938, que recogió los acuerdos entre las congregaciones religiosas y el Servicio Nacional de Prisiones, volvió a reponerlas en las cárceles: Hermanas de la Caridad, Oblatas, Clarisas, Mercedarias, Cruzadas Evangelistas, Adoratrices, del Buen Pastor, Nazarenas... La religión fue utilizada como un instrumento de reeducación política para las mujeres encarceladas.

Los presos y las presas políticas eran obligados a asistir a misa y a todos los actos religiosos. Después de huelgas de hambre, plantes, palizas y celdas de castigo, en algunos lugares consiguieron eliminar esa obligación. A partir de 1967, en que se aprobó una ley que "regulaba el ejercicio del derecho civil a la libertad en materia religiosa" (con permiso de la autoridad eclesiástica católica, por supuesto), se permitió que los presos y presas políticas pudieran declararse no practicantes y librarse de esa obligación. Como todas las leyes, no se cumplió de la misma forma en todas las cárceles; en algunas se mantuvo.

 

Las detenciones y torturas

Cualquier persona detenida era objeto, con toda seguridad, de malos tratos y torturas, en las comisarías y cuartelillos, pues tales eran los métodos empleados de forma sistemática y generalizada. La mayoría de las veces empezaban en el mismo momento de la detención. La tortura sobre las mujeres se ejercía con un doble motivo: por ser militantes (o no) de partidos o sindicatos clandestinos y por ser mujeres que habían conculcado su papel de sumisas "defensoras del hogar"; es decir, que habían roto los grilletes del patriarcado nacional-católico.

No se libraban de los golpes y torturas a las que se añadían las humillaciones y los insultos sexistas, además de los abusos sexuales de los que apenas se ha hablado. Tanto para los hombres como para las mujeres, era habitual que durante los días de detención no se podían cambiar de ropa ni les dejaban asearse (en las mujeres incluso aunque tuvieran la regla), ni siquiera podían peinarse; penalidades que se añadían para aumentar el castigo.

Cuando se producía el traslado a prisión se vivía como una liberación, significaba salir del infierno, haber sobrevivido. Sin embargo, al ingreso le seguían determinados días de celdas de aislamiento (período), impuestas por el juez o por los reglamentos carcelarios. En algunos casos, hubo mujeres que estuvieron aisladas durante meses.

 

Régimen de vida en esas cárceles: Las Comunas

El régimen franquista no admitió jamás la existencia de presas y presos políticos. Por tanto, conseguir ese reconocimiento se convirtió en una lucha política para denunciar la represión franquista. Desde los primeros años de la dictadura, las presas políticas se organizaban en "Comunas" donde se compartía todo, una forma de hacer frente a las pésimas condiciones de prisión.

El rancho carcelario seguía siendo pésimo y no siempre se podía contar con el apoyo familiar, por ello, los partidos y organizaciones clandestinas crearon asociaciones de apoyo a los presos políticos –a cargo de mujeres casi siempre–. La ayuda de las familias y la existencia de las Comunas y de ese apoyo organizado permitía soportar mejor el régimen carcelario.

Era necesario comprar en el economato carcelario mediante una moneda de uso exclusivo, llamado peculio, los productos de higiene personal, para el lavado de la ropa, papelería y otros. Para hacer frente a esas necesidades, las presas confeccionaban voluntariamente cualquier tipo de elementos susceptibles de ser vendidos, tales como bolsas de tela, cajas, manualidades, etc. En algunas cárceles donde se cumplía condena existían talleres de confección, manipulado, pintura, etc. por los que se recibía un mínimo salario. Había costado mucho conseguir que a las presas políticas les dejaran acceder a estos talleres en los que se redimía pena (se reducía dos días o tres días de condena por cada día trabajado) y solían ser utilizados por las direcciones de los centros o por los jueces como forma de presión y castigo contra las mismas presas.

Solo se podía mantener correspondencia con familiares, esposos o novios "con fines matrimoniales", un requisito imprescindible. Las cartas recibidas y enviadas eran censuradas y, además, era obligatorio escribir en castellano. Estaban establecidos días semanales de comunicación con los familiares que aprovechaban para entregar los paquetes con comida, libros, ropa o cualquier otra cosa. Las comunicaciones, por lo general, se hacían en los locutorios a través de rejas y cristales. También era obligatorio hablar en castellano.

Al igual que las cartas, la prensa llegaba censurada. Los periódicos sufrían la mutilación que considerara la funcionaria encargada, llenando de "ventanitas" las páginas que llegaban. También era potestativo de la dirección de la cárcel la entrada o no de los libros que recibían las internas.

A pesar de estar recluidas, las presas nunca dejaron de luchar para obtener unas condiciones más dignas y que se respetaran sus derechos; además de protestar por los acontecimientos políticos que ocurrían en el exterior. Las formas de lucha fueron de distinta intensidad, desde huelgas de hambre, negarse a comer el rancho o a realizar las tareas de limpieza comunes, hacer plantes a las comunicaciones o a los actos programados en la propia prisión, así como enviar misivas a organismos internacionales de Derechos Humanos o peticiones a los jueces, directores de los centros o cualquier otra autoridad. Las protestas eran consideradas un desacato y conllevaban castigos como ingresar en celdas de aislamiento, suspender la entrada de paquetes y las comunicaciones, negar el derecho a la reducción de condena, etc.

De las cárceles de mujeres no son tan conocidos los intentos de fuga; sin embargo, tenemos noticia de las fugas organizadas que sí tuvieron éxito como la de las Clara Pueyo Jornet que escapó de la cárcel de Les Corts, en 1943, y Elvira Albelda y María Asunción Rodríguez de la cárcel de Ventas en 1944. En abril de 1975 se produjo la fuga de María del Carmen López Rodríguez, de la cárcel de Yeserías, introduciéndose en una cesta del camión del pan.

Aunque existen varias investigaciones sobre la situación de las mujeres en las cárceles franquistas de las primeras décadas de la dictadura; sin embargo, sobre las últimas décadas apenas hay investigación a pesar de que aún existe la posibilidad de recabar testimonios de mujeres que sufrieron esta situación y convendría no dejar pasar mucho más tiempo sin abordar esta tarea, porque nunca existió la falsa y cacareada "dictablanda". Franco empezó, se mantuvo y terminó ejerciendo una durísima represión. También contra las mujeres.

No quiero acabar sin tener un recuerdo especial para los abogados y abogadas que asistieron a las mujeres detenidas a quienes ayudaron de forma gratuita –la mayoría de las veces– e incluso se arriesgaron a ser también detenidos, procesados y encarcelados, como pasó en numerosas ocasiones. Y también mi recuerdo y gratitud a todas las personas, familiares o no, que se arriesgaron por apoyar y mejorar las condiciones de vida y de prisión de las mujeres detenidas.

 

Nota: Extracto de la ponencia realizada en las II Jornadas de Represión y Lucha de las Mujeres en el Tardofranquismo, celebradas en 2023 y organizadas por el Grupo de Mujeres de La Comuna (se pueden ver en YouToube @LaComunaPresxsDelFranquismo)

 

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