En España, hemos conseguido ser una de las sociedades más longevas del mundo. Llegar a vieja o viejo no es en nuestros días privilegio de los mejores, de los afortunados por la naturaleza, o por la cuna donde han nacido. Fíjense en los transeúntes con que se cruzan cada día, en sus vecinas y vecinos.

Sin embargo, esta realidad es ninguneada y nos empeñamos en fijar la atención en un "juvenilismo" eterno, manteniendo estereotipos que uniforman y discriminan por la edad. Somos una sociedad de viejas y viejos, pero no para ellos y ellas. Los viejos, en definitiva, son siempre "los otros".

Lo que ha pasado en las residencias de personas mayores se veía venir. La mayoría de nuestras residencias están diseñadas desde una perspectiva institucional, bajo un enfoque médico-asistencial obsoleto en los países de nuestro entorno, en el que, entre otras características, son habituales las habitaciones compartidas, y los espacios comunes, la norma.

Con esos mimbres, prevenir los contagios y cuidar las personas infectadas ha sido un cometido casi imposible, desarrollado, en muchos casos, de modo heroico por profesionales comprometidos, que se han visto sorprendidos y desbordados por el impacto del coronavirus.

Esto no puede volver a pasar. Se dispone de conocimiento, evidencias y experiencias sobradas para diseñar y planificar los cuidados de larga duración en nuestro país. Integración de servicios sociales y sanitarios en la comunidad, diseño de alojamientos en los que las plazas se reconviertan en viviendas o apartamentos y los cuidados se presten de modo personalizado, a medida. Estas son algunas de las claves.

No se trata en estos días de resolver sólo el problema de las residencias. Hay que ir más allá. Hay que reflexionar mirando las pirámides de población y repensar cómo nos organizamos para gestionar bien la edad en nuestra sociedad.

Nos lo debemos como ciudadanas y ciudadanos que tenemos el derecho de una existencia digna a lo largo de toda la vida.