Aquí no se fía

La ruinosa herencia de Gallardón y Botella

Que Alberto Ruiz-Gallardón gastó a manos llenas mientras estuvo al frente del Ayuntamiento de Madrid es algo archisabido. Pero sigue impresionando el volumen del despilfarro, que acaba de poner negro sobre blanco una auditoría encargada por el actual gobierno municipal. En ella queda claramente retratada la insaciable ansia inversora de un alcalde al que le gustaba hacer las cosas a lo grande, al menos cuando otros pagaban la factura.

La obra en la que más dinero invirtió, y que mucha gente de mi generación probablemente nunca llegue a ver pagada, fue el soterramiento (incompleto) de la M-30 bajo el río Manzanares. Una operación faraónica, muy contestada por su impacto ambiental y que causó molestias sin cuento durante años a los madrileños, aunque es de justicia reconocer que mejoró de forma significativa el tráfico rodado y el entorno urbano de esa zona de la ciudad.

Aquella interminable orgía de cemento y tuneladoras salió por la nada despreciable cifra de siete mil millones (euro arriba, euro abajo) y procuró al Ayuntamiento de Madrid el dudoso honor de ser el más endeudado de España. Y también el que peor hacía las cuentas, porque los sobrecostes triplicaron de largo lo inicialmente previsto, supongo que con el correspondiente beneficio para Dragados (ACS), FCC, Necso y Ferrovial, principales contratistas del proyecto.

Si la obra de la M-30 fue la más colosal de Ruiz-Gallardón y el trasladado del Ayuntamiento a Cibeles un capricho muy caro (530 millones de euros), hay otras que han tenido peor destino, pues hoy ofrecen a los madrileños una utilidad escasa, cuando no nula. Me refiero a dos que florecieron al calor del nunca cumplido sueño olímpico: la Caja Mágica y el Centro Acuático, este último todavía a medio hacer y cuyo esqueleto de hormigón rodean los jaramagos.

Cuando Ana Botella heredó el sillón de Ruiz-Gallardón a finales del 2011, en plena recesión, se encontró las arcas municipales hechas unos zorros, aunque no debió de sorprenderle, porque ella formaba parte del equipo político que así las había dejado. La esposa de José María Aznar tuvo que dedicarse desde el primer día a tapar agujeros, pero lo hizo a espaldas de las necesidades más imperiosas de la ciudad, como confirma la auditoría recién salida a luz.

Botella, por ejemplo, no tuvo empacho en hacer caja a base de vender a fondos buitre parte del stock municipal de viviendas sociales y puso freno a las nuevas promociones a pesar de que había miles de personas en lista de espera. Fue incapaz, en cambio, de acabar con prácticas como el alquiler de espacios privados para dependencias administrativas, harto difícil de justificar en un Ayuntamiento que cuenta con más de 850 edificios propios. Sólo en 2015, dilapidó por ese concepto casi cuarenta millones de euros.

La ligereza de Ruiz-Gallardón al gastar y la escasa sensibilidad de Botella cuando le tocó enderezar las cuentas, dejaron una ciudad prácticamente en la ruina y más desigual. Y la culpa no fue solo de la crisis, sino de la gestión de dos alcaldes, preso el uno de su irresponsable megalomanía y poseída la otra por un pretendido espíritu liberal, que está en el origen de tantas injusticias.

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