Punto de Fisión

Privatizar el mar

Peter Brabeck-Letmathe es un empresario audaz con planta de águila y ojos de acero cuyo perfil debería estamparse en las monedas de euro. Este camafeo viviente ha saltado a las portadas de todo el mundo por unas declaraciones en las que dice que el agua potable debería tener un precio y ser privatizada, que debería supeditarse a los precios de mercado lo mismo que cualquier otro alimento. Hay mucha gente que aplaudiría esta medida siempre y cuando empezaran privatizando el 80% del agua contenida en el interior de Peter Brabeck-Letmathe y rifándola entre cinco afganos sedientos.

La desecación de empresarios sin escrúpulos sería un espectáculo sumamente edificante pero, ya que vivimos en un mundo donde sólo interesan los beneficios a corto plazo, también podría sufragarse vendiendo entradas. Resulta muy curioso que muchos de los partidarios de la privatización salvaje en todas las áreas (de la Thatcher a Aguirre pasando por Cospedal y por quien se les ocurra) lo que plantean realmente es arramblar con los bienes públicos para ponerlos en manos de sus amiguetes. Mientras tanto, ellos siguen viviendo de la caridad ajena porque a ningún empresario con dos dedos de frente se le ocurriría dejarlos al mando de nada más complicado que una fregona. El entierro de Margaret Thatcher, ese pomposo funeral egipcio que ha arruinado las arcas de los contribuyentes británicos, es la metáfora perfecta del despropósito y la desvergüenza de las políticas neoliberales. ¿Por qué sufragar públicamente las exequias de la misma carroña que, para ahorrar gastos públicos, quitó a los niños ingleses un vaso de leche en los colegios? Respuesta: para que Esperanza Aguirre pudiera hacerse una foto de recuerdo vestida de lagarterana.

A Brabeck-Letmathe le mantienes el apellido y le pones un monóculo y ya tienes uno de esos aristócratas secundarios de Billy Wilder que terminaron limpiando lavabos y malvendiendo el título de conde al primer millonario advenedizo con la próstata floja. Pero la justicia poética rara vez funciona en la vida real y Brabeck-Letmathe, en lugar de manejar una fregona, es el presidente del grupo Nestlé, una compañía que ya no podría mejorar su imagen ni fichando de relaciones públicas a Risto Mejide ni estampando chocolatinas suizas marca Paquirrín. Brabeck-Letmathe no es suizo sino austriaco, y ya advirtió Billy Wilder que un austriaco es alguien capaz de convencerte de que Beethoven era austriaco y Hitler alemán.

Lo que Cospedal y compañía están haciendo con el servicio sanitario de este país es tan impúdico y tan insensato como privatizar el mar. Cogen un hospital, pagado a tocajeta por todos los españoles, con sus plantas, sus laboratorios, su personal formado en universidades y escuelas, sus médicos, sus enfermeras, y se lo regalan a precio de amigo a una banda de cuatreros y piratas que pretenden sacar beneficios de una actividad esencialmente ruinosa. La sanidad pública es por definición deficitaria; debe serlo, ya que el éxito médico es, gracias a Esculapio, un fracaso económico. Un hospital bien llevado no dejará de arrojar pérdidas, es decir, de salvar vidas. Pero, como bien señalan el recuerdo londinense de Aguirre y las mortales peinetas de Cospedal y Soraya, el único negocio al que se dedican estas augustas damas es el marketing de cementerios. Están trabajando en ello.

 

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