El mundo es un volcán

El papa Francisco y el beneficio de la duda

El rumbo que tome la Iglesia no es algo que concierna tan solo a los creyentes, y menos en España, donde los obispos y los grupos conservadores católicos constituyen un importante grupo de presión que incide en el voto y en las políticas concretas, casi siempre en la línea trazada desde el Vaticano. El Concordato impone, además, una relación desigual, con profundas implicaciones económicas y en el sistema educativo que debería ser incompatible con un Estado laico, pero que ni siquiera ha sido cuestionada cuando los socialistas han estado en el poder.

Con mayor o menor énfasis, desde la izquierda se tiende a creer que el Papa, casi por definición, es autoritario, alérgico a la disidencia, martillo de herejes, pasivo o incapaz frente la pederastia y la corrupción en las finanzas vaticanas, en perpetua guerra santa contra el aborto y el matrimonio homosexual, en definitiva, un poder reaccionario global. Y, sin embargo, ahora, de golpe y porrazo, vemos en la silla de Pedro a un cardenal argentino, del que persisten dudas sobre su papel durante la dictadura militar, pero que, aun reconociendo errores del pasado, lanza un mensaje esperanzador.

Bergoglio se muestra tolerante y comprensivo, partidario de romper tabúes, tiende la mano a descreídos y pecadores, considera que la Iglesia debería ser como "un hospital de campaña tras una batalla", huye de la pompa y el lujo, proclama la necesidad de acercarse a los pobres, dice que no es quien para juzgar a homosexuales o abortistas, se ve como pastor comprensivo más que como juez inflexible, rechaza la injerencia espiritual en la vida personal, defiende un creciente papel de la mujer en la Iglesia, destituye a un siniestro secretario de Estado, da señales de desafiar a la Curia y, para pasmo generalizado, asegura que nunca se ha sentido de derechas.

Con su clarividencia habitual, El Roto ha plasmado la preocupación que embarga ahora a buena parte de los poderes establecidos de la Iglesia. Muestra en una viñeta que muestra a un cardenal sentado en su poltrona que se lamenta con estas palabras: "Nos ha salido un papa cristiano. ¡Qué calamidad!". Es un pontífice muy ingenuo o muy inteligente –se antoja difícil que sea ambas cosas a la vez-, que parece consciente de que hay que tender puentes para que el tinglado no se venga abajo. Y que lanza guiños de largo alcance incluso cuando revela sus películas preferidas: La Strada, de Fellini, cuya protagonista es una prostituta de buen corazón; y Roma ciudad abierta, un icono antifascista de Roberto Rosellini, director asimismo de Francisco juglar de Dios, sobre el santo de Asís del que ha tomado nombre e inspiración.

El nuevo papa mantiene en vilo a creyentes y no creyentes. Hay quien ve próximo el día en que haya mujeres cardenales, desaparezca el celibato sacerdotal o resucite la teoría de la liberación. Y hay también quien, con los pies más en el suelo, hace notar que, hasta ahora, ha habido muchas palabras, pero pocos hechos.

Los hechos importan, y Bergoglio da a entender que, para que sean sustanciales, deben ser discutidos y meditados, lo que sin duda llevará mucho tiempo, algo que no le sobra a un pontífice que el 17 de diciembre cumplirá 77 años. Pero las palabras cuentan también, y da la impresión de que si las prodiga tanto es para que le conviertan en prisionero de sí mismo, para verse obligado a hacer honor a sus promesas, para defenderse con ellas de la previsible reacción contraria a un programa que, de ponerse en práctica, supondría una revolución histórica que podría ir más allá de la esperanza luego frustrada que abrió Juan XXIII en el concilio Vaticano II.

Cabe preguntarse cómo ven a este Papa el Opus Dei, tan contrario en su elitismo y su búsqueda de influencia política y económica al viento que ahora llega desde el Vaticano; o la Conferencia Episcopal española, los Rouco o Martínez Camino que tan a gusto se sentían con el carisma conservador de Juan Pablo II y el inmovilismo dogmático de Benedicto XVI, que les servía para librar sus batallas contra las políticas de izquierda en España. ¿Cómo se adaptarán a las nuevas consignas, si queda claro que alumbran una transformación real, y no son tan solo ruido de fanfarria? ¿Seguirán promoviendo los obispos las multitudinarias jornadas en defensa de la familia tradicional que, en la práctica, eran un vivero de votos para el PP?

¿Y que hará el Camino Neocatemunal, que ha obedecido fielmente las consignas conservadoras del Vaticano, se ha convertido en el Ejército del Papa, ha movilizado a sus masas de seguidores, ha hecho posible el éxito espectacular de las Jornadas Mundiales de la Juventud y ha promovido las vocaciones sacerdotales que evitan que la Iglesia se descapitalice por falta de pastores? Los kikos constituyen una entusiasta fuerza de choque que, en su declarado intento por restaurar el sentido del cristianismo primitivo se caracteriza por su inserción en la estructura orgánica de la Iglesia –parroquias, diócesis- y por la obediencia ciega al Pontífice... y a Kiko Argüello ¿Seguirán también a Francisco si este promueve un cambio radical de tendencia? Y, si existe el más mínimo síntoma de fractura o distanciamiento, ¿se arriesgará el Papa a perder el apoyo incondicional del movimiento que más ha contribuido en los últimos tiempos a evitar la decadencia de la Iglesia?

Todo esto se basa en la hipótesis de que Francisco es, si no un revolucionario, sí un cristiano auténtico que cree que se ha desvirtuado el mensaje del Evangelio que, leído con detenimiento, analizado desde una perspectiva política, admitiría incluso una lectura de izquierdas, la de la teología de la liberación, por ejemplo, perseguida hasta el exterminio por un  puñado de papas con la furia inquisidora de un Torquemada.

Puede que vivamos una nueva versión del cuento de la lechera, que el cántaro se rompa y que el voto de confianza se torne en condena sin paliativos, en la constatación de que hay fuerzas inmutables en la Iglesia que impiden su transformación. Hasta entonces, sin embargo, y desde el escepticismo, este Papa está ganando, entre creyentes y no creyentes, el beneficio de la duda.

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