Otras miradas

No es el petróleo, es el parque temático de Walt Disney

Javier López Astilleros

Documentalista

Javier López Astilleros

Un petrolero navega por el Estrecho de Ormuz. REUTERS
Un petrolero navega por el Estrecho de Ormuz. REUTERS

La destrucción de Palestina tiene mucho en común con la demolición de la Meca histórica por los propios wahabies, la pulverización de la milenaria medina de Saná, o los daños irreversibles en la mezquita de Alepo, Damasco o Palmira.

En ocasiones, los muros representan una acumulación de vida ancestral que urge demoler, porque hay paredes cuya disposición está hecha para perdurar, lo que puede resultar tan útil como molesto. La única alternativa a la demolición violenta de estas medinas es su transformación en parques temáticos, gestionados por Disney, o bien su erradicación.

Así, los hitos culturales son sustituidos por chalés independientes o centros comerciales que cubren antiguas viviendas y enigmáticos mausoleos. Hay Estados constituidos para borrar la vida que ellos quieren ocupar. Obvian que la actualidad se actualiza a partir de algo, con lo cual es necesario el pasado, pero sueñan con la eternidad del presente.

Hace centurias que el culto a una salvaje abstracción pretende sustituir la veneración de los restos humanos: purificar y eliminar toda intermediación que obstaculiza al individuo en sus deseos de alcanzar la gloria, tiene como resultado aniquilar el medio, pues es un obstáculo.

Es común señalar la lucha por los combustibles fósiles como la única causa de la guerra. Pero también hay otras, que tienen que ver con los iconos. Si el petróleo alimenta la materia en Occidente, Oriente Próximo es su principal productor, tanto como de iconos míticos, reelaborados en las máquinas evangelistas en el nuevo continente. "Es notable ver la historia de la fe en este lugar y el trabajo que nuestro gobierno ha hecho para asegurar que el Estado judío permanezca. Estoy seguro de que el Señor trabaja aquí", dijo Pompeo hace meses. Su mente, como la de muchos otros, está trufada de apasionados cantos apocalípticos, aunque destinados a despeñarse por las escombreras de la historia.

Hace años que destruyeron multitud de esbeltos edificios milenarios, así como los mausoleos en Libia y Siria. La voladura de la enorme cúpula de oro de la mezquita del Imam Al Hadi (Samarra, febrero 2006) fue uno de los grandes atentados iconófobos, celebrado en silencio en los despachos del Plus Ultra, porque muchos dispensacionalistas y salafistas comparten su iconofobia. No hay conflicto entre Trump y Bin Salman. Bailar juntos con el bastón enhiesto es ya un clásico popular.

La amenaza de atacar los lugares culturales iraníes, tras el asesinato de Soleimaini, aunque desmentida más tarde, es significativa. En realidad, no es únicamente una batalla por la explotación de la energía, sino un conflicto por eliminar los símbolos del poder, que son los que sostienen las prácticas sociales. Una amenaza así solo es comparable a destruir grandes centros comerciales u oficinas, donde se desarrollan las liturgias comunitarias.

Al igual que la bomba atómica sobre Japón liquidó el culto a Hirohito, el fin de los mausoleos descabeza por completo la praxis social, para luego transformar el espacio cultual en un parque temático en la montaña Fuji.

Los talibanes tienen mucho en común con los dispensacionalistas en su iconoclastia. Ellos destruyeron los Budas de Bamiyan. En su lugar, queda un nicho vacío, aséptico, una oquedad que escenifica la nada más descorazonadora.

Pompeo tal vez sueñe con aniquilar los gigantescos mausoleos iraníes o iraquíes, donde millones procesionan. Daesh también amenazó la iconodulia ivaticana y al propio Vaticano, lo que establece un paralelismo inquietante con la virulencia dispensacionalista. Ambos tienen mucho en común, y hasta el más despistado/a sabe que EEUU alimentó a varios grupos terroristas.

Si el salafismo internacional destruyó incontables mausoleos en todo el mundo, la teopolítica evangelista hace algo parecido, a través de sus mercenarios de la maza y la retroexcavadora, porque la unificación de la doctrina, el pensamiento y la acción económica, pasan por la simplificación de las praxis sociales.

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