A ojo

Qué bonito

Tal vez lo que pasa es que los vikingos son tan ingenuos como el gordo Olafo el Amargado de los cómics (Hägar the Horrible en la versión original), en vez de ser tan terribles como los que, según cuenta la historia, en sus tiempos pasaron a cuchillo a media Europa. Sólo así puede explicarse el loco alborozo del primer ministro noruego, Jens Stoltenberg, al comentar hace ocho días la firma de la Convención de Oslo: ¡El mundo ya nunca será el mismo!
Sí, sí: la Convención de Oslo es muy bonita. Prohíbe la producción, el almacenamiento, la venta y el uso de las bombas de racimo. Esas que, soltadas desde un avión, estallan en el aire y distribuyen como confeti docenas de bombas pequeñitas que no explotan cuando caen, sino sólo cuando alguien las recoge. Las organizaciones que llevan estas cuentas macabras calculan que en los últimos 30 años las bombas de racimo han matado o mutilado a unas cien mil personas, en su mayoría niños: son bombitas pintadas de colores vivos que parecen juguetes. Sí: prohibir esos ingenios diabólicos es una buena cosa.

Pero, tras la Convención, el mundo sigue siendo exactamente el mismo. Porque la firmó primero el Gobierno anfitrión, el de Noruega. De segundo, el de Laos, que en tiempos de la guerra de su vecino Vietnam recibió de la Fuerza Aérea norteamericana una lluvia diaria de bombas de racimo durante nada menos que nueve años consecutivos, hasta completar un total de 260 millones. Y la firmó también el de Afganistán, al que le están cayendo por cientos de millares desde el año 2001 como regalo de su aliado norteamericano. Y la siguieron firmando otros más, el de Uruguay, el de Grecia, el de Uganda, el de las islas Maldivas. Así, hasta 92. Pero no quiso firmarla ninguno de los Gobiernos de los países que, en vez de padecerlas, las fabrican, las usan y las venden: ni Estados Unidos, ni Rusia, ni la China, ni Israel.
Dijeron que, en caso de firmarla, sus aviadores podrían correr peligro.

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