A raíz de un artículo que escribí la semana pasada sobre escuchas ordenadas por jueces, en las que me refería a la desesperanza que crea en la ciudadanía el contenido de algunas conversaciones que más tarde no son admitidas como prueba en un juicio, algunos lectores concluían que yo pretendía convertir lo ilegal en legal. Mi intención no era proponer un mundo como el que planteaba Orwell, en el que El Gran Hermano controlara nuestras vidas hasta lo más recóndito de la intimidad. Simplemente apuntaba que si esas escuchas no servían para condenar a los que reclamaban el botín, podrían, al menos, hacer sentir a la alta jerarquía política compasión por la ciudadanía cuando elijan los cargos que manejan nuestro dinero.
Como ejemplo revelador de lo que quería explicar, recuerdo un pinchazo en el que un concejal reclamaba su comisión así: "Somos 12, quiero mi 12%".
De momento, ponen la mano en el fuego por ellos.
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