Con negritas

Una fórmula entre el éxito y la opacidad

Las marcas blancas, que hicieron acto de presencia por primera vez en Estados Unidos cuando corrían los años sesenta, avanzan hacia su medio siglo de vida con un brío abonado últimamente por el rigor de la crisis económica. En España copan ya cerca del 40% del mercado, aunque la cuota es bastante mayor en algunos segmentos, como el de los postres o el de las conservas, donde hace tiempo que se granjearon el favor mayoritario de los consumidores.

Con la que está cayendo, nada tiene de particular que esas marcas hayan ganado abundante espacio en las grandes superficies, ni que incluso El Corte Inglés haya decidido crear una propia, Aliada, que se puede encontrar ya en las estanterías de sus supermercados. Unos y otros han venteado un forzoso cambio en la demanda, que probablemente irá a más, y no están dispuestos a que la nueva tendencia les pille a contrapié.

Para el común de los mortales, la ampliación y el abaratamiento de la oferta constituye una buena noticia, siempre que no sean a costa de las garantías que todo producto debe reunir, especialmente los alimentarios. Una de ellas es el conocimiento de su origen, clave en el caso de las marcas blancas y que, sin embargo, la normativa europea permite velar. Esa normativa tuvo que ser adoptada en su día por España y exime de incluir en las etiquetas algo tan esencial como el nombre de los fabricantes.

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