Cuarto y mitad

Qué será, será

La mayor parte de la población ha cumplido a rajatabla el confinamiento y está siguiendo las indicaciones de la desescalada. Quien más y quien menos comprende que es una situación excepcional en la que la salida depende de todos y cada uno de nosotros, pues todos podemos ser contagiados y agentes de contagio. Pero estamos asistiendo en los últimos días a diferentes tipos de actitudes, unas más comprensibles que otras.

Por una parte, hay gente en la que se percibe una cierta actitud de descreimiento, como si en realidad esto que estamos viviendo fuese una farsa inducida por un oscuro impulsor que no se sabe dónde situar, algún personaje maligno o un poder ignoto que está jugando con nosotros o que nos está gastando una broma pesada. Esta actitud de descreimiento es la que hace que muchas personas no cumplan las normas dictadas por el estado de alarma, no por malicia, sino por una cierta sensación de omnipotencia: a mi esto no me va a pasar. Todo esto es muy exagerado. No será para tanto. La vieja creencia de que lo malo solo le pasa a los demás y de que yo estoy a salvo de estas eventualidades.

También se observa alguna actitud de desdén hacia las instrucciones gubernamentales –sin incluir los ya consabidos disparates de los líderes de la oposición– como si incomodase tener que seguir unas normas que, más o menos razonables, estamos obligados a acatar. Acostumbrados como estamos a protestar y a manifestarnos, y a considerar que el gobierno siempre se equivoca en sus decisiones y que nosotros siempre tenemos razón, parece que fastidie sobremanera la imposibilidad de desobedecer, pues en las circunstancias actuales, aunque quisiéramos, no podríamos negar la realidad. Y la realidad es que muchas personas han muerto y muchas otras han padecido la enfermedad, y que la pandemia no es un invento, sino algo real que está afectando a todo el mundo.

Pese a ello, parece que algunos creyeran que es el gobierno el que está empeñado en mantener a la gente semi encerrada, por gusto, por el mero placer de hacer cumplir su voluntad, y que las fases de la desescalada es un capricho que el gobierno decreta a voleo. Y qué rabia no poder contradecirle y convocar una manifestación multitudinaria, y sacar la gente a la calle a gritar dimisión, dimisión. Cómo deben estar sufriendo todos aquellos que a la mínima de cambio se echan a la calle a vocear consignas, aunque no tengan alternativas que ofrecer. Qué coraje tener que seguir lo que diga el ejecutivo central. Qué irritante no poder desobedecer. Sin embargo, es sorprendente lo callados que están.

Este periodo extraordinario realmente está siendo raro, raro, y aunque ya tenemos ganas de volver a la normalidad, intuimos que la normalidad que conocíamos no va a volver, y quien más y quien menos se pregunta, como Doris Day, cómo será el mundo a partir de ahora: ¿Será mejor? ¿Será peor? ¿Será igual? Qué será, será...

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