Culturas

Perseguidores

DE AQUÍ PARA ALLÁ// MARTÍN CASARIEGO 

Hay libros que se te caen de las manos y otros que caen en tus manos. De los primeros, es mejor no hablar. De los segundos, uno de los que últimamente más me ha gustado es Campo de amapolas blancas (Tusquets), de Gonzalo Hidalgo Bayal.

La memoria imprecisa
Novela corta o cuento largo, que trata –entre otras cosas– de la imposibilidad de que el arte atrape la vida, tiene como personajes principales a H., el antiguo amigo del narrador, cuya vida se esboza, al padre de H., y al propio narrador. El libro arranca con una advertencia acerca de la imprecisión de la memoria. No hay muchos detalles en la narración, en la que se crea, sobre todo, una atmósfera, una especie de nostalgia por un pasado que fue doloroso, pero que fue suyo. En algo me recuerda a Modiano, pero las novelas de Modiano son más limpias, menos perversas o, al menos, así lo
recuerda mi imprecisa memoria.

Ironía y crueldad
Y es que Campo de amapolas blancas es un libro turbio y perturbador. H. es un adolescente –y luego un joven– herido y sin talento, que fracasa en sus cambiantes aficiones artísticas, y la mirada que el narrador, su supuesto amigo, deposita en él es una mirada cruel (porque la ironía, cuando se aplica a una historia tan triste, deviene en crueldad). Hay en el narrador una especie de resentimiento, de amargura, de ajuste de cuentas, porque H. se atrevió a buscar ese campo de amapolas blancas, mientras que él, más realista, supo pronto que hay que resignarse a vivir sin la felicidad. Y aunque el narrador consigne con una inconfesada satisfacción el derrumbe del amigo, es consciente de que él también ha fracasado,
porque no ha intentado lo imposible.

El abismo y la retirada
Da la sensación de que este retrato de una época pasada, de un amigo perdido, tiene mucho de autobiográfico. Tanto da. Si no lo tiene, esa sensación de verdad que transmite se debe a su extraordinaria escritura, a algunas páginas magníficas por su hondura psicológica, por su desgarro; y si lo tiene, es un ejemplo de que un escritor, cuando acierta, es capaz de extraer de la vida su esencia, como el escultor que saca de un bloque de mármol la escultura que hay en él. Claro que toda buena novela bebe también de la literatura, y en este caso, Gonzalo Hidalgo Bayal cita –para no esconderse– El perseguidor de Cortázar, con el que tiene muchos paralelismos, aunque, como es lógico, más diferencias todavía. Buscar la plenitud de la vida, o retirarse antes de caer en el abismo. Quizá no haya más posturas ante la existencia.

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