Punto de Fisión

El felipesextismo

Uno de los principales problemas que va a encarar el futuro monarca será la denominación de sus incontables forofos. El juancarlismo sustituyó al franquismo sin que apenas lo notáramos (algunos, de hecho, todavía no lo han notado) y además carecía de competencia onomástica. Pero el felipismo en cuanto institución monárquica podría confundirse con el culto a ese líder psocialista que tuvo la oportunidad de cambiar este país de arriba abajo y entonces decidió que las cosas estaban bien como estaban. En el Waterloo de su legislatura, Felipe González pudo haber sido el Cronwell de la democracia española pero, modesto como es, prefirió ahorrar para mañana y ser únicamente el Platini de Gas Natural. Algunos lo llamaban "Dios" en el organigrama del partido, pero Felipe no se lo tomaba a mal, ni se enfadaba ni nada. La campechanía es la gran contribución hispánica a la historia del liderazgo mundial.

Ahora, con la incorporación al primer plano del otro Felipe, el borbón, esa querencia natural del castellano por el servilismo abstracto corre serio peligro. De haberse llamado Eustaquio o Froilán, nos hubiéramos evitado ese riesgo y podríamos disfrutar de otros treinta y nueve años de paz. Sin embargo, en España somos muy serios con esto de las denominaciones y ya la liamos parda una vez por un pretendiente que se llamaba Carlos y hasta defenestramos a un rey que nos impuso Napoleón y que tenía el cuajo de llamarse José. A Pepe Botella se la teníamos jurada no tanto por la invasión ni por la nacionalidad (al fin y al cabo, los Borbones tampoco es que provengan de Logroño) sino porque ningún español en sus cabales puede soportar a un rey con nombre de establecimiento de bebidas alcohólicas. Un vino blanco, sí, un partido político, vale, pero un rey que se llame Pepe, como un cuñado cualquiera, pues mira, no.

Para que no lo confundan con el otro Felipe, el de Gas Natural, Felipe cuenta con la ventaja del ordinal. Tampoco hay riesgo de que Camilo Sesto eclipse a Felipe VI, pero aun así va a haber un problema gordo cuando uno de los muchos súbditos y adoradores del futuro monarca se encuentre inmerso en la típica discusión tabernaria entre monarquía y república, y no le quede otra salida que decir: "Cuidado, que yo no soy monárquico: soy felipista". Inmediatamente se pensarán que en tiempos votaba al PSOE o que es accionista de Gas Natural. Es bien sabido que, salvo Peñafiel y algún lector nonagenario del ABC, en España ya no quedan auténticos monárquicos. En sus varios tomos de memorias, Vilallonga documentó la extinción paulatina e irreversible de esa especie que iba languideciendo y mendigando por diversos palacios y balnearios europeos. A día de hoy, salvo algunas publicaciones residuales, no queda un solo periódico, ni una televisión, ni un partido político que apoye a la monarquía borbónica como tal. Rubalcaba, por ejemplo, al igual que todo el grueso del PSOE, se ha declarado ferviente republicano aunque firme defensor de la realidad. La realidad es que son todos juancarlistas a los que la abdicación ha pillado con el pie cambiado y que están esperando que la Real Academia de la Lengua (que es real en el sentido metafísico del término) admita el término felipesextismo en próximas ediciones del diccionario.

 

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