De cara

Niños prodigio o entrenadores temerarios

El deporte celebra alborozado la aparición de un nuevo héroe precoz. Se llama Thomas Daley, tiene sólo 13 años, y ya es el mejor especialista de Europa en saltar desde una plataforma de diez metros. Algo así como lanzarse desde un cuarto piso. Cabe deducir que detrás de su oro en Eindhoven hay un montón de horas de entrenamiento, muchos lanzamientos, uno tras otro, para perfeccionar el estilo: incontables piruetas, planchazos contra el agua. Cabe imaginar que el primer puesto del crío británico representa la culminación de un largo proceso, que su andadura por la ‘inofensiva’ modalidad debió comenzar muchos años antes, desde los siete según reza su apresurada y conmovedora biografía. Cabe suponer que se inició no sólo con el aliento de su entrenador y de su federación, sino con el permiso de sus padres. La gesta del niño inglés, la verdad, invita a reconocerle como un portento de la naturaleza capaz de abrirse hueco en territorio enrevesado. Y emociona conocer detalles de su intimidad, el drama familiar que motorizó su gesta. Los adjetivos se agolpan al pie de las crónicas y las tertulias. Ya ocurrió cuando Jorge Lorenzo debutó en el Mundial de motos con apenas quince años, una edad a la que la propia sociedad impide alcanzar el carné de conducir. Pero detrás de cada una de estas proezas infantiles que tanto nos congratulan, cuesta no advertir igualmente la evidencia de un deporte irresponsable y unos tutores temerarios. El sacrificio de alguna niñez por la obsesión adulta de un éxito ha rozado lo tolerable: hubo técnicos que retrasaban artificialmente el crecimiento de las gimnastas para mejorar sus prestaciones sobre las barras asimétricas. Seguramente no sea el de Thomas el caso, pero la voracidad competitiva de los mayores roza lo indecente cuando salpica la naturalidad de un niño. Y a menudo la sana admiración a su alrededor se puede confundir con un inequívoco gesto de complicidad.

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