De lunes

El regustillo de lo público

Un año después de la caída de Lehman Brothers, miles de ciudadanos, pequeños y grandes inversores, darían algo por abrazar al anónimo empleado que intentó partir la cara a Richard Fuld, el arrogante presidente de Lehman. Horas después de conocerse la quiebra, el anónimo héroe logró satisfacer sus más bajos instintos con un directo al rostro de Fuld cuando se toparon en el gimnasio. El señor Fuld ha pasado un año triste, mientras montaba una sociedad de asesoría financiera. Su depresión se ha mitigado con largos paseos por su rancho en Idaho, su otra casa de Connecticut y la mansión de 1.000 m2 en Florida.

En la agenda del G-20 está intentar un acuerdo sobre las reglas a aplicar a tipos como Fuld. Muchos siguen cobrando bonus gracias al dinero que el Estado –es decir, todos los contribuyentes– ha metido en esos bancos demasiado grandes para dejarles caer. Hace casi un siglo, Galbraith bautizó este problema como "la revolución de los managers". En grandes corporaciones, con muchos accionistas, los ejecutivos hacen lo que les da la gana. No han servido los códigos de buen gobierno. Son los CEO o ejecutivos de grandes corporaciones quienes nombran a los consejeros "independientes" que vigilan su gestión.
Demos una oportunidad a Pittsburgh, pero si al final comprobamos que los Fuld del mundo pueden seguir adelante con sus tropelías, volveremos a preguntarnos ¿para qué queremos bancos privados, a los que no podemos dejar caer y hay que inyectarles nuestro dinero, si no está asegurada la honradez de sus gestores? ¿No merecen ser nacionalizados? Tan sólo la pregunta causa un regustillo tan placentero como la envidia hacia aquel tipo que estuvo a punto de partirle la cara a Fuld.

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