Dentro del laberinto

Vidrio

Es posible que la ganadora de un concurso de jóvenes talentos en Inglaterra sea una perrita bailarina. Eso no extrañaría demasiado en España, donde un perrito inteligente ya compitió y ganó, mientras contaba y ladraba y hacía las delicias del público. En estos momentos, en televisión se compite por todo, y todos compiten: aspirantes a modelos, bailarines, cantantes con peor o mejor dicción, gente anónima que se presta a ser observada veinticuatro horas al día, familias que desean una casa renovada, o una casa, a secas. Hemos sobrevivido a momentos terribles en los que también se competía por una cirugía estética, o entre famosos, o ante unos fogones, o (triste memoria), en un castillo habitado por magos y hechiceras.

El juego con normas fijas y el gusto por el adorno es lo que diferencia al homo sapiens de otras razas humanas menos evolucionadas, que se quedaron por el camino de la evolución. En algún momento de los últimos años, no obstante, hemos dado de sí el concepto de juego. A veces pasa: o por el extremo de la crueldad (y hay personas que mueren en un circo, en directo, para divertir a otras) o por el extremo del ridículo (y así se entiende que algunas personas se graben mientras se grapan la lengua o tragan gusanos). La antropología llega luego para, en un esfuerzo simbólico cada vez mayor, entender estas estupideces como ritos iniciáticos, y ordalías de reconocimiento social.

La pantalla televisiva envuelve, como el ámbar, los insectos y la porquería que contiene, y los convierte en joyas. No importa lo que muestre, sino la envoltura. Algo similar a las obras que el artista Kohei Nawa hace con humildes zapatos de bailaora, o colillas: con la envoltura de miles de piececitas de vidrio los transforma en objetos únicos cubiertos de rocío, deslumbrantes. Ojalá la muestra que se expone en la Fundación Miró de Barcelona, La poesía de lo extraño, sea un éxito: de una manera retorcida, no del todo coherente, la televisión nos ha preparado para comprenderla.

Más Noticias