Nos estamos acostumbrando últimamente a temer los lunes, como hacíamos de niños, frente al madrugón y el colegio. Fue ayer un lunes negro para la moda. Murió Yves Saint-Laurent, aún iniciando los setenta, en silencio, como había pasado sus seis últimos años. Se sabía poco de él, y él había decidido saber poco del mundo.

De él se cuentan muchas leyendas: no se puede existir durante cincuenta años en la Alta Costura Francesa sin que se teja alrededor un escudo de cristal, una tela de araña en la que las mosquitas se estrellen y se prendan. Se dijo que había dotado de poder a las mujeres, que bastaba un traje trapecio de sus primeros años para que quien lo llevara se sintiera una conquistadora imbatible. Él, por su parte, enunció una de las frases más interesantes de los últimos años respecto a la sobrexcitación que despierta el mundo de la moda: Hay quien confunde elegancia con esnobismo. Eso debería evitarse.

El esnobismo, que tuvo su momento, ha degenerado en afectación. Eso debería evitarse aún con más saña. En la afectación ni siquiera se rastrea el mínimo componente de originalidad que posee el esnobismo.

Se cuentan leyendas que tienen todos los visos de credibilidad; las que hablan de sus depresiones se centran en los vaivenes y la sensibilidad de un genio, una idealización muy querida por los seguidores, y que permite olvidar lo que suponía ser un muchacho homosexual, modisto, por añadidura, en la Francia de los años sesenta. Su experiencia militar, breve, traumática, y lo que pudo significar para él, dada su condición sexual, se cita en todas sus biografías pero se pasa sobre ella de puntillas, como si se tratara de algo oscuro, pero afortunadamente propio de un pasado enterrado. A los genios y los artistas se les concede permiso para ser extravagantes, hipersensibles, para experimentar crisis nerviosas, siempre que no sean reales: a ellos, como casi todos los humanos, se les priva del derecho al sufrimiento, salvo que lo inventen. Entonces, sí, entonces se dice que crean.