Dentro del laberinto

Aire

No resulta muy tranquilizador el cómo, pero el caso es que los invisibles legisladores que custodian el espacio aéreo internacional han relajado un tanto su garra, y han optado por beneficiar al planeta en dos direcciones: la ecología y la autoestima.

No habrá más billetes de papel, y eso, además de a cincuenta mil árboles al año, ayuda también al sentido estético del viajero, que veía copias borrosas de calco, con tasas y nombres y claves misteriosas, que terminaban arrugadas, sin forma. Un billete de avión usado se parece, en cierta medida, al mantel tras una comida copiosa. No tiene más valor que servir de recordatorio de un momento pasado. Temo, sin embargo, las colas ante las máquinas de localizadores, ahora que vuelven, como oscuras golondrinas norteñas, los turistas sus sombrillas a plantar. Cuando agonice, como un replicante acorralado, mi mente desvariada recordará el terror sobrevenido ante las facturaciones de los pasados años, los controles y sus pitidos, los viajeros ocasionales que no entienden que las llaves son también metal, los kilos de cosméticos abandonados en las papeleras ad hoc. Espero que todos esos momentos se pierdan en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

Temo, en general, casi todo lo relacionado con los aeropuertos y con lo que dictan sus autoridades como temo lo que puedo esperar de mis vecinos de abajo: vivo tanto tiempo ahí, con ellos, pero en un piso distinto, en mundos paralelos, con intereses distintos. Veo pasar a los pilotos y a las auxiliares ante mí, con sus maletas compactas y el aire seguro de quien sabe lo que hace y a quién acudir si no lo consigue, y me siento pequeña, desastrada, acucarachada. Este verano las tripulaciones de cabina se saltarán los controles del resto de los humanos, y eso no sólo agilizará el tránsito y los hará más eficientes, sino que nos permitirá verlos menos. Y eso permitirá que algunos podamos continuar sintiéndonos superiores a los que no recuerdan que las hebillas de los cinturones son metales.

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