Dentro del laberinto

Ballesta

La mayor parte de nosotros hemos sido niños. Hay gente que no, gente que nació con coraza, arrugas y un buen puñado de canas que necesitaba disimular. De los que hemos sido niños, algunos vivimos más adelante una especie de segunda oportunidad: llegan los hijos, o los nietos, y nos permitimos mostrar debilidad y jugar un rato con ellos, divertirnos revolcándonos por el suelo o imitando sirenas de bomberos.

Los que nunca han sido niños dan a sus hijos espinacas para comer, porque tienen mucho hierro, y los apuntan a chino y kárate después del colegio, para que sean gente de provecho el día de mañana. Otros, los afortunados, han vivido esos años con tanta intensidad que no acaban de desprenderse de esa cáscara. Una camisa de culebra que puede mudar, pero que no altera la forma básica del reptil. Fueron niños pobres, con mucha libertad, o con demasiada imaginación: tuvieron que ingeniárselas para sobrevivir con las armas que tenían, que a veces ni siquiera existían.

Luego la infancia cambió: llegó la televisión, los móviles, las consolas e internet, esos juegos para mayores, fascinantes, que ofrecen mundos ya trazados, ya hechos. Algunos los temen, porque creen que no permiten que los niños se involucren en ellos, ni se conviertan en dueños de sus fantasías. No es cierto: las historias se adaptan a las nuevas tecnologías como antes a los arcos hechos con cañas, a las ballestas con palos de escobas. No envejecen. No son nuevas, tampoco. Funcionan de una manera distinta.

Los que alguna vez hemos sido niños suspiramos y recordamos. También tuvimos nuestros maestros prodigiosos, nuestros amigos imaginarios. Los perdimos en algún recodo del camino, no se sabe muy bien cuándo, quizás a la altura del primer amor, cuando la vida real se convirtió en algo terrible y fascinante. Los que nunca fueron niños mueven la cabeza, contrariados. No les gusta perder el tiempo. Nacieron con él ya gastado, no les queda mucho, y no comprenden que cuánto más se derrocha, más se tiene.

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