Dentro del laberinto

Medio (en la tercera esquina)

La violencia extrema no se encarna en un torturador enmascarado que, de manera continua, hiere a un torturado apresado por cadenas, a merced de la crueldad. El cerebro humano asume el dolor repetido como un hábito, algo terrible pero a lo que el cuerpo y la costumbre pueden adaptarse. Simbólicos y sencillos, buscamos un patrón al que aferrarnos. Cien muertos impresionan menos que cinco; es más fácil imaginar cinco muertos, la sangre de cada uno, el sufrimiento individual. Todo lo que posee rostro, colores, se fija con tentáculos al recuerdo.

La violencia extrema toma estos días la forma de un energúmeno de cazadora rosa, que patea en el rostro a una muchacha en un vagón, sin que su conversación por el móvil se interrumpa. Adopta la mirada de un viajero que observa los golpes sin reacciones, posiblemente aterrado: también él, como la chica, era extranjero. El miedo puede explicar que no interviniera, pero nada remedia el que, una vez fuera de la escena el agresor, no se acercara a la muchacha, no la consolara o auxiliara.

No hubo insulto ni provocación para el ataque, ni una voz, ni un dedo medio en alto, nada más que una mirada de soslayo de la muchacha al joven, que gritaba y se movía de manera agitada. Del agresor se sabe que fue abandonado por sus padres. Lo cuida una abuela mayor y con impotente angustia; las infancias desgraciadas conmueven, aunque den como resultado a indeseables, como otro símbolo de los huérfanos débiles de los cuentos. Ahora, la agredida, que sólo tiene 16 años, se ha encerrado en su mente y en su casa, las dos torres más seguras que conoce.

La violencia extrema surge de la ruptura de la normalidad, de lo que nunca se imaginó atacado. Una niña, que merece respeto por su edad y por su fragilidad física. Un espacio público, pagado por todos, luminoso, útil. Un hombre cercano capaz de imponerse a una situación injusta. Un joven alto, con acceso a las nuevas tecnologías, nacido en un país que se cree civilizado y se sabe seguro. Y todos estos conceptos retorcidos, invertidos, con la pupila inmóvil de una cámara como único garante de la justicia.

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