No siempre acaparan la atención, ni los flashes. Esa, la única razón por la que las invitan a fiestas y las cubren de regalos, resulta un objetivo cada vez más complicado de conseguir. Resulta triste verlas transitar así, tan jóvenes, de un rincón a otro de la fiesta, con su copa en la mano y un aire de desplazadas de lujo. Aún así, asisto cada año con idéntica sorpresa a los concursos en los que las regiones, encarnadas en mujeres hermosas, compiten entre sí por una corona, y cada año se repiten los rumores de estafa, cada año alguna de estas chicas increíbles llora, y mi sorpresa aumenta ante los gestos de complacencia y orgullo que el conseguir un título de belleza despierta en quienes la rodean.

No me preocupa tanto lo obvio, la juventud excesiva, el culto al cuerpo, la banalización de lo femenino, la fecha de caducidad de una joven que será reemplazada durante la primavera próxima por otra de características similares. He superado ya también las comparaciones entre las reinas de las fiestas, las misses, las niñas diosas orientales y el premio a la vaca de cría o el cachorro de raza más representativo.

Me angustia lo que no nos cuentan, las manos invisibles que se encargan de inscribir los nombres de esas criaturas en las listas de las más bellas regionales. Me preocupan las empresas que donan dinero para que las chicas se paseen por zonas exóticas de España, las que les prestan vestidos, o trajes de baño, o maquillaje para competir con más saña. Me intriga lo que no se sabe del concurso, y no puedo evitar una vaga sensación de incomodidad ante las sonrisas dirigidas al aire de la muchachas, el temblequeo de los tacones, la mirada invisible del objetivo, porque nada de eso tiene que ver con el certamen, pero lo origina.

Me duelen las chicas, y pese de que sin duda no la necesitan, me inspiran una compasión sin límite, una ternura de hermana mayor hacia la pequeña más loca y más seductora. Las veo en las fiestas y siento deseos de hablar con ellas, pero ¿de qué, cómo, cuándo?