Dominio público

Viejos al cine y ricos en Maserati

Julen Bollaín

Economista

 

El ministro de Cultura, Ernest Urtasun. Alberto Ortega / Europa Press
El ministro de Cultura, Ernest Urtasun. Alberto Ortega / Europa Press

Durante los últimos días ha surgido un debate intenso sobre las bonificaciones por edad, especialmente tras la aprobación por parte del Gobierno de España de la reducción en el precio de las entradas de cine para personas mayores de 65 años. 2 euros tendrán que pagar las personas mayores de 65 años por ir al cine, independientemente de cuál sea su renta. Esta medida, aunque destinada a apoyar a las pequeñas salas de cine del país, ha reavivado la discusión sobre la justicia social y la equidad en el acceso a los beneficios sociales.

A primera vista, parece sensato pensar que no es muy lógico establecer bonificaciones por edad sin tener en cuenta la situación económica individual que tenga cada persona. Es decir, es difícil justificar que alguien con una pensión mensual bruta de 3.175 euros en catorce pagas tenga acceso a descuentos en viajes, transporte público, cine o museos solo por el hecho de tener más de 65 años, mientras una persona joven precaria, con un sueldo de 800 euros y condiciones laborales de mierda, no puede beneficiarse de nada de ello.

Este debate, no obstante, no se reduce a una lucha intergeneracional. Los bajos salarios de la juventud no son culpa de las personas mayores. Tanto es así que el 51,02% de las personas jubiladas cobran pensiones por debajo de los 1.000 euros mensuales. Por tanto, quien plantee el debate en términos de generaciones privilegiadas está muy equivocado. Este debate es, a fin de cuentas, un debate de progresividad fiscal. Un debate que plantea cuestionamientos fundamentales sobre equidad y justicia social y que pide revisar las políticas de beneficios sociales para asegurar que sean más equitativas y progresivas.

Una alternativa propuesta es cambiar el enfoque de las bonificaciones hacia la renta. En lugar de otorgar beneficios basados en la edad, podrían vincularse a la situación económica de cada persona. Esto podría garantizar que aquellas personas que más lo necesitan reciban el apoyo necesario, independientemente de su edad. O no. Esta propuesta, aunque muy atractiva a primera vista, contiene dos errores fundamentales. En primer lugar, que sabemos que los beneficios focalizados en personas en situación de necesidad no llegan a todas aquellas que lo necesitan. En segundo lugar, que son políticas estigmatizadoras para las personas que las cobran. Toda política condicionada es socialmente divisiva en la medida en que divide a la sociedad entre aquellos que reciben y aquellos que dan. Pero, sobre todo, hay una diferencia de concepción esencial entre las políticas universales y las políticas condicionadas que se refleja en términos de libertad, ya que las políticas universales consiguen la lógica incondicional de las medidas que actúan ex ante, no obligando a las personas a comportarse como "sumisas suplicantes".

No obstante, y como decía anteriormente, la discusión sobre las bonificaciones por edad y otros derechos sociales debe ir acompañada de un debate más amplio sobre la justicia fiscal y la equidad en la distribución de la riqueza. Un derecho social universalizado, si es financiado a través de una reforma fiscal que incremente la carga sobre las personas más ricas, por ejemplo, elevando los gravámenes de las rentas de capital, permitirá realmente redistribuir riqueza hacia las personas más pobres. Por el contrario, la universalización sin tocar el sistema fiscal resultará, casi con total probabilidad, en una redistribución hacia arriba, donde serán los más ricos quienes más se beneficien.

Es realmente necesario, y no solo cuando hablamos de la capacidad redistributiva que tienen las políticas públicas no focalizadas por renta, revisar el sistema fiscal español y exigir, de una vez por todas, su tan esperada reforma. Tenemos un sistema fiscal donde el 10% más pobre paga un tipo medio en impuestos del 28%, mientras que el 10% más rico paga tan solo un 27% (cuando pagaban hasta un 40% en 2007). En otras palabras, y por vergonzoso e injusto que resulte, el sistema fiscal español ha ido perdiendo progresividad hasta el punto en el que el 10% más rico paga un tipo medio inferior al que paga el 10% más pobre.

Actualmente quienes tienen más recursos económicos no están contribuyendo de manera justa y proporcionada a la garantía del bienestar de la sociedad. Y no solo porque no ingresen lo que les debería corresponder, sino porque, además, son quienes más defraudan. Es bien sabido que el fraude fiscal aumenta según crece la renta. Tanto es así que, en España, el 0,1% más rico esconde casi una cuarta parte de sus ingresos y como consecuencia se dejan de recaudar más de 7.000 millones de euros anuales tan solo en IRPF.

Debemos apostar por una reforma fiscal progresiva que nos dote de un suelo de ingresos que permita universalizar los beneficios sociales. Pero universalizar de verdad. No focalizarlos por renta, pero tampoco focalizarlos por edad. Unos beneficios sociales financiados a través de un sistema fiscal verdaderamente progresivo. Unos beneficios sociales a los que todas las personas tendremos acceso, pero las más ricas pagarán su parte y financiarán muchos más beneficios de los que reciben. Esto es lo que quiere decir el maldito artículo 31.1 de la Constitución española, cuando dice que todas las personas contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad.

Voy terminando, pero no quería dejar pasar la oportunidad para abrir otro melón en aras de la progresividad. En algunos países, como Finlandia y Suiza, las multas se pagan en función del nivel de renta. Un directivo de Nokia fue multado en 2002 con la nada despreciable suma de 116.000€ por circular a 75 km/h en una zona donde el límite era de 50 km/h. Eso es justicia. Porque, si no se implementa un sistema que considere el nivel de renta en las multas de tráfico, los ricos tienen capacidad de pagar multas como cacahuetes. Siempre y cuando quieran, claro, porque si no quieren, tampoco pasa nada. Ya sabéis que el novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, se dio el gusto de adquirir un lujoso Maserati Ghibli, ¿verdad?. Pero, ¿sabéis que por mucho cochazo que tenga debe impuestos al Ayuntamiento de Madrid por un total de 563 euros, así como seis multas de tráfico cuya cifra asciende a 425 euros? Pues eso, que mayor progresividad y quizá se rían un poco menos en nuestra cara. Mucho Maserati, pero se pasan los impuestos y las multas por la Puerta de Alcalá.

Ahora sí. Lo dejo que me pongo malo. Lo interesante de este debate sobre los beneficios sociales es que nos lleva a reflexionar sobre el tipo de sociedad que queremos construir. ¿Deseamos una sociedad basada en la justicia social y la equidad, donde todas las personas tengan acceso a oportunidades justas y equitativas? ¿O preferimos una sociedad donde los privilegios se otorguen en forma de redistribución hacia los más ricos? Entiendo que no es un debate sencillo y que implica romper con muchas inercias del pasado, pero estoy seguro de que es hora de repensar nuestras políticas sociales y fiscales para garantizar que todas las personas tengan acceso a las mismas oportunidades, independientemente de su edad o nivel de ingresos.

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