Ecologismo de emergencia

Las macrogranjas no son ganadería, son industria cárnica

Julià Álvaro

Coordinador de Alianza Verde en el País Valencià

Las macrogranjas no son ganadería, son industria cárnica
Imagen de archivo de una granja porcina.- AFP

Conviene empezar definiendo la idea fundamental: a la ganadería se la debe proteger de las macrogranjas en su propio beneficio y en el de la humanidad entera.

Proteger la ganadería pasa, claro, por tratarla como un sector estratégico del nuevo modelo económico no crecentista que necesitamos pero también por no mezclarla con aquello que no es. Se protegerá la ganadería, y no al contrario, cuando digamos definitivamente basta a la instalación de nuevas macrogranjas, a la ampliación de las existentes y se empiecen a cerrar las que hoy funcionan. Ese día, además, se avanzará en la defensa del mundo rural, en evitar su despoblamiento y en mejorar la vida de sus gentes. De paso, y no es poca cosa, estaremos cuidando de nuestra salud y de la del planeta.

Las macrogranjas son a la ganadería lo que un McDonalds es a la gastronomía. Quienes gestionan las macrogranjas no son ganaderos sino grandes empresas cárnicas que viven lejos de los sitios donde plantan sus instalaciones. Su presencia acaba con la ganadería tradicional. Los grandes beneficios económicos que obtienen vienen de malpagar a sus trabajadores, importar pienso de miles de kilómetros, torturar a los animales, fabricar carne de mala calidad, exportarla (otra vez) a miles de kilómetros y no responsabilizarse de ninguno de los desperfectos que ocasionan. Ni fijan población, ni fijan puestos de trabajo. Contaminan el aire y llenan de nitratos los acuíferos. Igual que llegan se van. Lo único que dejan son los despojos sobrantes y la ruina sembrada.

Cualquier gobierno responsable, consciente de la emergencia climática en la que estamos, defensor sincero de la necesidad de un nuevo modelo económico basado en la sostenibilidad, la justicia social y la defensa de las personas debe oponerse a las macrogranjas, a lo que representan y a lo que suponen. Por todo ello, y porque acabamos de vivir una polémica que ha evidenciado los argumentos de unos y otros, resultan incomprensibles los nuevos permisos que se van conociendo. Los últimos, los que ha concedido la Conselleria de Emergencia Climática y Transición Ecológica del gobierno valenciano en dos pueblos del interior de Valencia para, concretamente, levantar una macrogranja de 150.000 pollos en Alfarrassí y para que otra en Ayora pase de 750 a 7.200 cerdos.

Cuando se tienen responsabilidades en el ámbito de la lucha contra el cambio climático, en la protección del territorio, en economía circular, en la calidad de vida de los animales, en evitar la despoblación rural, en el control de las emisiones y la contaminación, en la protección de la biodiversidad y en la calidad de nuestros acuíferos hay que poner todo el empeño en evitar que ganen terreno las macrogranjas, no en facilitar su implantación. Lo contrario es un error, un fracaso, un fraude.

Las macrogranjas no crean puestos de trabajo. Por cada uno en precario que generan destruyen tres en ganadería extensiva.  Para nada contribuyen a mejorar el ámbito rural ni a consolidar la población en nuestros pequeños pueblos. Al contrario, si se mira el listado de los municipios rurales con mayor presencia de macrogranjas, se observa claramente que en los últimos 20 años han perdido población. Lo vemos en Aragón, en Castilla-La Mancha, en Catalunya o en el propio País Valenciano.

Para los ganaderos tradicionales la competencia es imposible porque este modelo intensivo de grandes dimensiones revienta los precios a base de pésimas condiciones laborales y de no asumir todas las externalidades negativas que provoca. Para las poblaciones en general, estas industrias significan más un foco de molestias que hipoteca otras actividades que un elemento dinamizador de su economía.

Las macrogranjas multiplican las emisiones de gases de efecto invernadero y genera purines, es decir, excrementos de los animales mezclados con agua, que acaban contaminando gravemente los acuíferos por exceso de nitratos. Nadie paga por ello. Según datos oficiales, el 40% de los acuíferos españoles están actualmente afectados por estos residuos y, en el caso de Catalunya, se llega al 70% según reconoce la propia Generalitat catalana. Esto provoca que decenas de pueblos tengan contaminadas las masas de agua de las que se abastecen y, por tanto, hayan de limitar su uso.

En distintos países europeos se están ya planteando drásticas limitaciones a la extensión de macrogranjas. Destacan los casos de Alemania o Francia donde sus gobiernos, pese a la potencia de sus industrias cárnicas, han avanzado iniciativas para restructurar el sector ganadero, luchar contra los precios basura de la carne o favorecer la ganadería tradicional. En Holanda ya funcionan programas de subvención para el desmantelamiento de macrogranjas. En España, diferentes CCAA han aprobado moratorias de distinto tipo para nuevas instalaciones pero no se aprecia una verdadera voluntad de ponerles punto y final.

Basta ya de manipulaciones y mentiras. Sabemos la deforestación que está provocando en todo el planeta el abuso de cultivos destinados a forrajes, conocemos los efectos negativos que para nuestra salud tiene un exceso de consumo de carne (y no digamos de mala carne), no hay dudas sobre el impacto climático que tienen las emisiones de este modelo industrial, ni sobre la locura que supone el ir y venir intercontinental de piensos y carne. No es cierto que se esté favoreciendo el desarrollo rural o generando oportunidades laborales. Es un abuso el maltrato que significa para un animal no salir al campo ni un solo día de su vida. No hay excusa. Si acabamos con las macrogranjas le haremos un favor a la ganadería y nos lo haremos a todos nosotros. Consumiremos menos carne, sí, pero será mejor y no será producida industrialmente sino por ganaderos tradicionales que podrán ganarse dignamente la vida que este modelo intensivo les está arrebatando.

 

 

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