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El gasto espacial, “un derroche intolerable”

José Manuel Lechado

Periodista

 

Es muy corriente —no sólo en los debates de andar por casa, sino también en el discurso de los medios de prensa dominantes y, sobre todo, en el de los políticos al uso— cuestionar la utilidad de la investigación espacial. El argumento es casi siempre de tipo más o menos económico, y su base suele ser algo de aquesta guisa: «Mira que gastar tanto dinero, con los problemas que hay aquí abajo»; o bien: «Hay cosas más importantes que hacer ahora. Lo del espacio, para el futuro».

Aseveraciones como esta se basan tanto en el desconocimiento sobre el contenido económico de la investigación espacial como en el interés (creciente) del capitalismo neoliberal por acallar cualquier debate que ponga en claro cuál debe ser el verdadero lugar de la ciencia en la sociedad humana. En definitiva, es un aspecto más de una política deliberada para mantener a los pueblos en la ignorancia.

Respecto al dinero, no es muy complicado demostrar que la investigación espacial genera enormes beneficios a la sociedad. De hecho la mayor parte de los avances tecnológicos contemporáneos en campos tan diversos como la medicina, las comunicaciones, el ocio o los transportes, entre otros, están relacionados con eso que hace muchos años se llamó la carrera espacial y hoy, en tiempos menos románticos, se considera una industria más. Veamos algunos ejemplos.

Para empezar, la Tierra se encuentra rodeada por una red de centenares de satélites que realizan todo tipo de misiones: previsión eficaz del tiempo, control de plagas agrícolas, vigilancia de incendios forestales o monitorización de catástrofes naturales; la red GPS, de la que cualquier persona puede hacer uso gratuitamente, también está basada en el espacio. De estas máquinas, una parte considerable (aunque desconocida su proporción) sirve, por desgracia, para fines menos nobles: son los satélites espía de los diferentes ejércitos.

La tecnología para enviar naves, tripuladas o no, al espacio es desde la década de 1950 la más puntera. Sus componentes suelen encontrar rápida aplicación en todos los terrenos de la vida económica y social, a veces de forma inesperada. La electrónica de uso doméstico se basa de forma abrumadora en avances desarrollados en origen para el espacio, que es un excelente campo de pruebas: paneles fotovoltaicos, mecanismos inteligentes de ahorro energético, telemetría, automatismos o las baterías de alto rendimiento que se usan en los teléfonos móviles. Pero, por encima de todo está el láser, usado en medicina, en dispositivos de reproducción de audio y vídeo y en tantas otras cosas y cuyo primer uso práctico consistió en efectuar mediciones interplanetarias de alta precisión. Al láser, por suerte, no le han encontrado de momento el uso más celebrado por las películas de ciencia-ficción: el rayo de la muerte, si bien los ejércitos se sirven de él para sistemas de puntería y localización porque no hay hallazgo que la barbarie industrial-militar no sepa pervertir.

Las condiciones del espacio exigen nuevos materiales para garantizar la seguridad de las naves y las tripulaciones. El kevlar de ciertas prendas, el teflón de las sartenes, los policarbonatos (que sirven para muchísimas cosas), así como las cerámicas resistentes a altas temperaturas proceden también de este sector de la investigación que tanta gente considera caro e innecesario.

Una multitud de objetos que usamos a diario no existirían si la humanidad no hubiera emprendido la aventura de explorar el universo. Los teléfonos móviles, los ordenadores portátiles, los pañales desechables, la pintura antióxido, los cierres de velcro, los detectores de humo y gases tóxicos, el horno microondas para calentar la sopa, los joystick para videojuegos, la pasta de dientes en tubo que empleamos (o deberíamos) tres veces al día, los alimentos deshidratados (que se nos pegan a esos mismos dientes) o la pantalla en la que está leyendo estas palabras, son derivados de la industria espacial.

Más importante aún, en medicina el espacio ha proporcionado inventos como los sistemas de monitorización cardiovascular, la bomba de insulina, la termografía y otras técnicas de análisis y diagnóstico, además de marcapasos, lentes de contacto flexibles, parches para la administración de medicamentos, prótesis más resistentes y ligeras, sistemas de diagnóstico mediante cámaras de tamaño reducido (endoscopia, laparoscopia, etc.)... Por otra parte en las estaciones espaciales se estudian fenómenos como los efectos beneficiosos de la ingravidez frente al cáncer, se ha avanzado en el conocimiento de trastornos como la osteoporosis y el envenenamiento radiactivo, y se ha desarrollado una lista interminable de moléculas para fármacos y medicamentos de todas las clases imaginables.

La lista no es exhaustiva, pero dará una idea de la utilidad que tiene la investigación espacial en nuestra vida cotidiana y también para la industria y la economía. Pero hay otros beneficios menos tangibles que también son importantes: el conocimiento de nuestro medio, el universo, se ha incrementado de manera exponencial gracias a sondas y satélites. Si alguien considera que esta arma definitiva contra la ignorancia no es tan importante, citaré sólo un ejemplo clásico: el efecto invernadero, determinante en el cambio climático que sufre nuestro planeta y que puede acabar con nuestra civilización, se detectó por primera vez en Venus (fue una de las predicciones de la tesis doctoral de Carl Sagan). Este conocimiento, obtenido en otro mundo, podría ayudarnos a salvar el nuestro.

Que el valor de la investigación por el mero placer de conocer no sea tan valorado como los beneficios empresariales forma parte, como se indicaba al principio, del esfuerzo de la clase dominante por mantener a la población en un nivel razonable de estulticia. Esto no es nuevo: después de todo, los pueblos, cuanto más ignorantes, más fáciles resultan de dominar. Por eso es importante tener en cuenta este factor, y también porque a menudo se confunden los términos y se culpa a la ciencia de todo tipo de males.

Descubrir la fisión nuclear, como hizo Lise Meitner en 1938, no implica que la ciencia sea responsable de la bomba atómica: el desarrollo de tal arma fue una decisión política. Por ello la investigación espacial, incluso la que «sólo» genera conocimiento, no debe ser considerada nunca un gasto inútil, sino todo lo contrario: la sabiduría de cada ser humano es un patrimonio de valor incalculable y, además, una herramienta imprescindible contra la tiranía, que se asoma incluso en los gobiernos que se dicen democráticos.

(Antes de seguir destacaremos una nota curiosa relacionada con lo anterior y que muestra cómo funciona —de mal— nuestra civilización: a Lise Meitner no se le reconoció su hallazgo —la fisión del átomo— y el premio Nobel por el particular se lo dieron, en 1944, a Otto Hahn, colaborador de Meitner. Entre otras cosas porque la academia sueca valoró que Hahn no fuera judío ni mujer, como sí lo era Lise. Pero estos dudosos premios suecos también son una decisión política, no científica.)

Con todo, la presunta sabiduría popular sobre el derroche espacial no es del todo desacertada. En efecto, se malgasta mucho dinero en el espacio. En concreto las ingentes sumas que se destinan a proyectos militares, los cuales ocupan una buena parte, si no la mayor, del presupuesto total para misiones espaciales. Una espesa colección de satélites de «defensa» pasa sobre nuestras cabezas todos los días, cada minuto, sin ofrecer mayor beneficio que someternos a un control estricto al mismo tiempo que se pone en entredicho nuestra supervivencia como especie.

Cuando hablamos del empleo del dinero deberíamos saber a qué nos referimos en realidad y distinguir entre conceptos como «gasto» e «inversión». Y también tener claro dónde y cómo se tira el dinero. La paradoja mayor del citado «con la de problemas que hay aquí abajo» es que en gran medida tiene razón: hay muchos problemas en la superficie de la Tierra y el dinero se malgasta a manos llenas. Pero es un despilfarro que acontece principalmente en la propia Tierra. Veamos de nuevo un ejemplo ilustrativo: la sonda Voyager II, que recorrió los cuatro planetas gigantes del Sistema Solar y aún hoy sigue proporcionando información sobre el medio interestelar, costó aproximadamente unos 400 millones de dólares estadounidenses. Una pasta. En comparación, un objeto inútil y dañino como el bombardero invisible Lockheed F-117 Nighthawk costó sólo 120 millones de dólares la unidad. También es verdad que se construyeron 64 aviones de esta clase. Y sólo sirvieron para matar gente. Con el coste completo de este programa criminal (que por otro lado fue una partida menor dentro de los presupuestos de defensa de Estados Unidos) se podrían haber enviado 20 sondas Voyager y hoy conoceríamos el Sistema Solar como la cocina de nuestra casa.

Otro dato interesante: el presupuesto de la NASA en el año 2010 fue de 18.724 millones de dólares (según datos de la propia agencia), un 0,5% del presupuesto nacional estadounidense (porcentaje en descenso constante desde la década de 1970). Ese mismo año los Estados Unidos derrocharon en sus fuerzas armadas 693.485.000 millones de dólares. Es decir, por cada dólar que se envío al espacio, el gobierno de Washington dedicó más de 37.000 dólares del dinero de los ciudadanos a comprar juguetes para los militares. De este despilfarro la gente se queja, en general, mucho menos.

Es habitual, casi obligado, que cuando en las noticias se habla de una misión espacial destacada, el locutor cite su precio. No es tan frecuente, sin embargo, que se ofrezca ese mismo dato con ocasión, digamos, de un desfile militar. Sería interesante oír al comentarista: «Y aquí llega la división acorazada, cuyos nuevos equipamientos, querido ciudadano, nos han costado un total de...». Tal vez si se hiciera esto el debate casero (que no el de los medios oficiales, y menos aún el de los políticos al uso) se plantearía cuál es el verdadero valor de las cosas.

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