El mundo es un volcán

Hipocresía nuclear

Si el aislado e imprevisible régimen norcoreano se atreviese a lanzar una bomba atómica sobre Japón, Corea del Sur o (si desarrolla la tecnología necesaria) Estados Unidos, sus días estarían contados. Por eso, en este juego del ratón y el gato, la gran baza del tercero de los Kim no será nunca tomar esa suicida decisión, sino hacer ver que tiene la capacidad de ponerla en práctica y utilizarla como baza para sacar provecho y mantener a raya a sus enemigos. Los hechos demuestran que, mal que bien, lo está consiguiendo y que por ahora puede sentirse más a salvo que Irán, cuyo programa nuclear –que aún no se ha demostrado que tenga carácter militar- le convierte en objetivo potencial claro de un ataque quirúrgico de Israel, inimaginable sin el plácet norteamericano.

El tercer ensayo nuclear norcoreano desde 2006, efectuado el pasado martes a un kilómetro bajo tierra, los lanzamientos de misiles de alcance cada vez mayor, los avances en la miniaturización de artefactos que puedan ser ensamblados en los proyectiles, el desafío al Tratado de No Proliferación Nuclear, la retórica agresiva hacia el Sur y los indicios de que Pyongyang cuenta ya con un pequeño arsenal atómico son señales que apuntan todas en la misma dirección: reivindicar para el régimen una relevancia a la que la mísera situación económica nunca le haría acreedor y demostrar al mundo, y en primer lugar a EE UU, que puede ser un enemigo temible y que merece respeto.

Si Kim Jong Un, como antes su padre y antes de él su abuelo, mostrase, aun manteniendo bien sujetas las riendas del poder, una intención creíble de sacar a su pueblo de la miseria y dotarle de un mínimo de libertad, su desafío nuclear podría resultar, si no justificado, sí al menos comprensible. Sin embargo, con un megaejército que se lleva la parte del león del presupuesto, decenas de miles de internados en campos de trabajo, una economía ineficiente, frecuentes hambrunas y desnutrición de la población, el régimen no merece respeto. Y las leves muestras de cambio, la emergencia de raquíticos brotes verdes, los escasos síntomas de contagio capitalista llegados de Pekín o Seúl, o la incipiente importación de tentaciones del exterior están muy lejos de jugar el papel decisivo que tuvieron en Europa la caída del muro de Berlín y el desplome del comunismo.

No obstante, la condena de la prueba atómica norcoreana quedaría coja si no se pusiera al mismo tiempo de relieve la hipócrita actitud de Occidente. Aun admitiendo que cuantos más países tengan la bomba, más inseguro será el mundo, causa sonrojo que los apóstoles de la no proliferación sean precisamente quienes nunca aceptarían eliminar sus gigantescos arsenales, inferiores a los de la Guerra Fría pero suficientes aún para reducir el planeta a un montón de escombros.

Más clamoroso resulta el doble rasero de que hace gala el más poderosos de todos ellos, Estados Unidos. Mientras niega a unos el derecho a fabricar la bomba, mira hacia otro lado y silba ante el potencial atómico israelí, de hasta 200 bombas. Un arsenal que con gran probabilidad se utilizaría si la supervivencia del Estado hebreo corriese peligro. Ante ese silencio bochornoso, ¿qué legitimidad moral puede tener la amenaza de un ataque a Irán o el estrangulamiento económico a Corea del Norte?

Las sanciones económicas no han frenado el programa nuclear de Pyongyang. Kim Jong-un sabe resistir, como lo hicieron sus predecesores durante décadas. Por eso, puede que sea la hora de cambiar de estrategia, de mostrar menos el palo y más la zanahoria, de ofrecer una ayuda económica masiva que saque al país del hoyo y facilite una transformación a la china, sin que suponga una amenace a corto o medio plazo al modelo político, por anacrónico e injusto que sea. Para ello sería imprescindible el apoyo no solo de Occidente, sino sobre todo de China, que burla las sanciones y tolera un comercio que supone un vital balón de oxígeno y que es parte muy interesada en la solución del problema, porque comparte frontera con Corea del Norte y tiene buenas razones para temer que un desplome traumático del régimen norcoreano cause un incontrolado éxodo masivo hacia su territorio.

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