El mundo es un volcán

Farsa democrática en Egipto

Por si quedaba alguna duda del apoyo norteamericano al último golpe militar en Egipto, el secretario de Estado, John Kerry, se lo expresó en persona al general Al Sisi, hombre fuerte del nuevo régimen, apenas unas horas antes del juicio contra el depuesto presidente, el islamista Mohamed Mursi. Y, sin que le creciera la nariz como a Pinocho, expresó su convicción en que el proceso en marcha conducirá a la restauración de la democracia.

¿Democracia? ¿Qué democracia? Está claro: la que convenga a los intereses de Estados Unidos, Israel y el propio Ejército egipcio, decidido a no soltar en la práctica las riendas del poder y a restaurar sus escandalosos privilegios, los mismos que disfrutaron y consolidaron durante la era de Hosni Mubarak. ¿Y qué pasará con el espíritu de la revolución de Tahrir que derribó al raïs, con las ansias de libertad, justicia, modernización y progreso? O, ¿en qué quedará la expresión en las urnas de la mayoritaria voluntad popular que encumbró a los Hermanos Musulmanes? Pues que quienes defendieron estas opciones de cambio radical se quedarán con tres palmos de narices.

El juicio a Mursi se ha aplazado porque antes de iniciarse se convirtió en un circo y en una plataforma inmejorable para la denuncia del disparate que supone el solo hecho de que se celebre. No es ya cuestión de si el depuesto presidente, que ni siquiera fue capaz de poner orden en la economía, tuvo o no responsabilidad directa en la muerte de decenas de opositores, y menos después de la represión de las fuerzas de seguridad tras el golpe, que ha sido aún más sangrienta. Tampoco es demasiado relevante en este contexto que Mursi, según quienes le derribaron -y tal vez en la realidad- aprovechase el poder conquistado limpiamente para burlar la democracia misma o imponer una versión islamista de la misma según el modelo iraní, que no del turco, el único con tinte islamista homologado por Washington y Occidente.

Está claro que Mursi se pasó de la raya, utilizó su mayoría para despreciar la posibilidad de gobernar por consenso e intentó imponer una agenda islamista. Pero, ¿acaso no era eso lo que propugnaba su programa, la opción que obtuvo el mayoritario respaldo popular? ¿No es esa la esencia misma de la democracia? ¿No es cambiar el rumbo político, corregir políticas sociales y económicas, imponer en fin su ideología, incluso por desgracia atender a su clientela y defender sus intereses particulares, lo que hacen todos los partidos cuando llegan al Gobierno por medios legítimos?

El error de Mursi fue creer que a él también le dejarían hacerlo, medir mal sus fuerzas, darse demasiada prisa, confiar en que podría someter al Ejército o pactar con él sin traicionar su hoja de ruta islamista. Ese iluso frenesí roza la insensatez a estas alturas del partido, con la suerte desigual pero decepcionante en su conjunto de los diversos episodios de la primavera árabe. Y sobre todo, después de lo que ocurrió en Palestina con Hamás y en Argelia con el Frente Islámico de Salvación, cuando creyeron que ganar unas elecciones libres significaba conquistar el poder real. Lo más sorprendente es que Mursi fuese incapaz de sacar las conclusiones apropiadas de esas nefastas experiencias.

Por mucho que digan Kerry y Obama, por mucho que la Unión Europea acepte en la práctica el camino constitucional y electoral con el que se busca la vuelta a una supuesta normalidad democrática, la palabra democracia ha quedado irremisiblemente contaminada en Egipto, si no en la totalidad del mundo árabe. Y más aún con la ilegalización de los Hermanos Musulmanes, que impide expresamente que puedan recuperar el poder en las urnas. Los militares que defienden de boquilla el proceso que debería recluirles en los cuarteles no admitirían nunca que los votos descalificasen su golpe y devolviesen el poder a aquellos a quienes se lo han arrebatado, aunque se comprometiesen a respetar las nuevas reglas de juego que ahora discute la comisión constitucional.

Con Mursi encarcelado y con toda probabilidad condenado, con los líderes de la Hermandad perseguidos, detenidos o procesados, con las expectativas de la revuelta de tinte modernizador de Tahrir defraudadas, con los militares más firmes que nunca al frente del país, con Estados Unidos a punto de levantar todas las restricciones a su ayuda militar, con Israel satisfecho y aliviado, y Europa mirando a otro lado aunque en el fondo aplaudiendo, está claro que la primavera árabe, la revolución que encarnaba, ha fracasado en Egipto.

Mubarak debe estar frotándose las manos y preguntándose: ¿Cuándo dejarán mis compañeros de armas y de reparto de hacer el paripé y me dejarán en libertad? Pero no debería darlo por seguro. El Ejército tiene que salvar la cara. Ser coherente y soltar al dictador, ya en fuera de juego, tendría un coste político que no conviene asumir a los militares. Sería preferible para ellos que el raïs, muy enfermo, muriese en cautividad, como Milosovic, y mejor si fuese antes de su juicio y condena.

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