Tierra de nadie

Juntos y revueltos

No siempre lo que es bueno para los dirigentes lo es para sus partidos. Lo vivió el PSOE cuando sus baroncitos decidieron que la mejor manera de perpetuar su influencia era liquidar a Pedro Sánchez sin sospechar que tenía sangre McLeod y era poco menos que inmortal. Y lo experimentó Podemos a cuenta de la casa de Pablo Iglesias, estupenda para su unidad familiar pero nefasta para una organización poco acostumbrada a los baños exteriores en forma de tinaja.

Es evidente que la pretensión de Iglesias de forzar una coalición con los socialistas le favorece, porque le permitiría sobrevolar unos resultados electorales decepcionantes en los que se han perdido 1,3 millones de votos y 27 escaños y aplazar el debate interno sobre la sucesión que algunos quieren poner ya sobre la mesa. Pero el principal beneficiado sería Podemos que, aun con una representación menguada, tendría la oportunidad de pasar definitivamente de las musas al teatro más allá del ámbito local y dejaría de ser el báculo de una izquierda muchas veces descafeinada para convertirse en protagonista directo del cambio político.

Haría mal Iglesias en no jugar hasta el final las cartas que las urnas le han repartido. De hecho, la partida ya ha empezado. Sánchez aparenta ir de sobrado y finge ser el mismísimo rey llamando a consultas a sus adversarios antes de encargarse a sí mismo formar Gobierno; Casado le pide a Ciudadanos que se abstenga en la investidura o, incluso, que apoye al PSOE para adquirir en propiedad el título de jefe de la oposición que está en disputa; y Rivera, tras bajar del campanario, mantiene su veto a los socialistas para intentar convertirse en el principal gallo del corral parlamentario.

Renunciar a la opción de pisar la alfombra del Consejo de Ministros por un simple acuerdo de investidura sería un importante error estratégico. Permitiría a Sánchez manejarse a su antojo con esa geometría variable que consiste, no ya en hacer extraños compañeros de cama, sino en convertir el tálamo de su presidencia en el concurrido punto de encuentro de un aeropuerto.  El PSOE aspira a tener las manos libres, a pactar a diestro y siniestro según le convenga, y eso es justamente lo que Iglesias debe evitar ahora que su objetivo es embridar al caballo y obligarle a transitar por el camino de la izquierda.

Le sienta bien a Iglesias el traje que estrenó en los debates electorales, atemperado en las formas y duro en el fondo, ya que han sido justamente sus maneras un tanto atrabiliarias las que han venido ahuyentado a sus potenciales aliados. Su misión es convencer a Sánchez de que el Gobierno ganaría estabilidad con su presencia, que el Consejo no se convertiría en una jaula de grillos como ha ocurrido en algunos ayuntamientos y que no le llevaría al precipicio cada semana con propuestas inasumibles.

Lo negociable no ha de ser, por tanto, la coalición en sí sino los nombres y responsabilidades de los que formarían parte del Ejecutivo. A eso es a lo que se refería el propio Iglesias cuando emplazaba a dialogar "sin líneas rojas, ultimátums ni arrogancias", y que bien podría significar que su propia presencia en el Gobierno no sería un requisito sine qua non  para el entendimiento.

Es verdad que una coalición con Podemos representa una pesadilla para determinados poderes económicos, que intentan convencerse de que Iglesias se resignará a ser un simple socio parlamentario antes de forzar unas nuevas elecciones en las que el suelo de su representación ceda a sus pies y le precipite al vacío. Puede que exista dicho peligro pero está por ver que Sánchez se arriesgue a comprobarlo. Coalición o abstención ha de ser más que un simple punto de partida para demostrar que Podemos va en serio y, en buena lógica, tendría que ser el mensaje que Iglesias transmita esta tarde en Moncloa. Si la derecha no hace ascos al juntos y revueltos, ¿por qué habría de hacerlo la izquierda?

 

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