Entre leones

Carcelero, carcelero

Albert Rivera reapareció este domingo pasado en Barcelona en un acto público en la plaza de Sant Jaume, entre la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona. Y lo hizo rodeado de los últimos de Ciudadanos, 1.700 incondicionales llegados hasta desde la Luna que no pudieron llenar el histórico emplazamiento.

Eso sí, Rivera se dio un baño de banderas de España, Cataluña y Europa; con los palitos y todo: ahí, en los mástiles, reside el peligro del patriotismo y de los patriotas.

Parecía, por momentos, según la foto de El Mundo, el Franco de Zuloaga, coño. Pero no, era y es Alberto Carlos Rivera Díaz, a quien de buscarle algún parecido está claro que, por el camino político que lleva, acabará bebiendo en las mismas fuentes que Alejandro Lerroux, un estraperlista que se posó a los pies de Franco y a los de su señora, conocida como La Collares por obra y gracia de mi queridísimo Andrés Vázquez de Sola.

¿Se rasgará finalmente las vestiduras por el Caudillo cuando Pedro Sánchez lo saque el próximo jueves del Valle de los Caídos?

¿Le mandará como dice la chirigota un puchero que resucita a los muertos para estropearle al Gobierno el traslado?

Además, en su retorno a Barcelona, Rivera, Riverita prometió a todos los españoles que si es presidente del Gobierno meterá en la cárcel a esos 2.000 energúmenos de la burguesía catalana que quieren romper España a pedradas. Y si le tocan las palmas, estoy convencido de que meterá en el talego al resto de los catalanes independentistas, incluidos ateos, agnósticos, musulmanes, judíos y mariquitas azúcar.

Vamos, para cantarle Carcelero, carcelero, de Manolo Caracol, que tiene más barrotes que el himno nacional de Marta Sánchez, ¿no? Y más arte, por supuesto.

En fin, quien no lo conozca que lo compre. Para mí, Albert Rivera, en pelota picada o en traje de bonito, tiene más peligro que los independentistas cruzados con boixos nois. Con él, encaramado a esa presidencia que se le escapó para los restos por su mala cabeza, Cataluña encontraría una auténtica autopista hacia la independencia.

Al otro lado del cuadrilátero, en estos días tan miserablemente feos, está a mi modo de ver Gabriel Rufián, líder de ERC e independentista confeso.

Y lo está porque ha tenido la valentía de denunciar a los violentos –es lo que se le pide al majareta de Torra- que se han llevado por delante toda la carga cívica y pacífica que tenía el movimiento independentista del que él forma parte.

Pese a que era sabedor de que su condena pública no sería entendida por todos, Rufián acudió días atrás a una de las protestas (pacíficas) en Barcelona y tuvo que marcharse entre abucheos e insultos. ¡Botifler, traidor! le llamaron con ese odio tibetano que solo practican los lapidadores.

No soy independentista ni nacionalista. Soy de un barrio obrero, soy de una aldea de la España vacía, soy de la margen izquierda de todas las Españas, soy descendiente de pobres de solemnidad, soy heredero de los derrotados en la Guerra Civil y de los exterminados por Franco, soy hijo de la ira y del agobio...

Y soy de Rufián, por supuesto.

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