La farsa de la política o un cuento del Antiguo Testamento

 

Imagen del sacrificio de Abraham del Antiguo Testamento.
El Sacrificio de Abraham - Giovanni Battista Tiepolo

"Antes de hablar, quisiera decir unas palabras" - Cantinflas

Cuando la realidad imita al arte

Aunque es verdad que de personajes ridículos han nacido enormes obras de la literatura, no deja de ser cierto que, imitando la realidad al arte, la degradación de la esfera pública muestra a unos protagonistas con cada vez menos caracteres shakespeareanos. Al contrario, lejos de cualquier gloria y miseria humanas, parecen empeñados en asemejarse crecientemente a vulgares personajes de tebeo. La fama, que la da la televisión, ha convertido el cuento de la Cenicienta en un espectáculo cotidiano, donde el foco pareciera rescatarnos de la vulgaridad, y en esa ansia hemos cambiado el advenimiento del príncipe que nos saque de la miseria por el reconocimiento banal y efímero de unos minutos de gloria televisiva.

El espectáculo del presidente argentino Milei dando chilliditos histéricos como un poseído en su breve encuentro con Donald Trump; del rey Emérito encorvado en su disimulada maldad en el funeral de Constantino de Grecia, del brazo purificador del rey vigente; del referente máximo del deporte español, Rafa Nadal, embajador del tenis en la feminista Arabia Saudí, esgrimiendo el feminismo como Rubiales su amistad desinteresada con Jenny Hermoso; de Borja Sémper o de Alberto Núñez Feijóo, ambos del partido de la Gürtel, del destrozo a martillazos de los discos duros y de los veraneos con un narco de la cocaína, afeando a Pedro Sánchez la constante carcoma de una corrupción que es el parásito necesario del bipartidismo; de los responsables de EEUU votando en Naciones Unidas en solitario contra el alto el fuego en Gaza; de ese voto de la vergüenza en Sumar del diputado Agustín Maraver en contra de la ruptura de relaciones con Israel o de la creación de corredores humanitarios en Palestina; o del ex secretario del PSOE, José Luis Ábalos, al borde de la lágrima en televisión, como si fuera un César en el instante de ser acuchillado por Bruto y sus amigos, son todos ejemplos que no hablan, en ningún caso, de virtud y comportamientos edificantes. Y si la esfera pública no es virtuosa, es difícil que lo sea el comportamiento ciudadano.

Un cuento de Borges sobre líderes y sacrificios

Hay un cuento atribuido a Borges -algunos especialistas afirman que, en realidad, no es del autor argentino, sino que podría haberse escrito desde un conocido boliche en San Telmo por un escritor fracasado, retador público de Perón con puño al cielo cuando el alcohol se enseñoreaba, y cuyo único objetivo era hacer daño tanto a Borges como a las instituciones argentinas- en donde se traza un paralelismo entre el padre (Abraham) que sacrifica a su amadísimo hijo (Isaac), con el caso de un militante peronista que, viniendo de unos orígenes humildes, lo apuesta todo por el líder en un momento de enorme debilidad de la gran promesa, llega en su compañía, una vez que ha recuperado el poder, a Ministro, es el gran organizador del partido en momentos de crisis y, finalmente, es sacrificado por el presidente del partido, pese al enorme cariño que le profesaba, cuando unas acusaciones le alcanzan y amenazan con perjudicar a la organización política.

Las paradojas borgianas atraviesan todo el relato. ¿Qué circunstancias deben de darse para que un padre esté dispuesto a entregar la vida de su hijo? ¿Qué relación tiene el hijo con el padre para que sea una mera pieza de los intereses de su progenitor? ¿Están los hijos siempre condenados a que sus padres les pongan la manzana en la cabeza y prueben su destreza para mayor gloria de ellos mismos? ¿Y qué pasa cuando un día el hijo le quita al padre la ballesta y le ofrece la manzana para que sea él el blanco?

La idea de un padre dispuesto a sacrificar a su hijo por el amor incondicional a Dios ha sido un lugar de discusión teológica y moral durante siglos. Quizá porque Dios hoy no goza de la misma salud que en siglos anteriores, el gesto del anciano Abraham, dispuesto a clavar un cuchillo en el pecho de su único hijo, después de un viaje de tres días, de haber atado al niño y de afilar el cuchillo delante de sus ojos, parece más el comportamiento fanático de un loco demente que un gesto de absoluta confianza en el Supremo, al que el creyente Abraham le considera con capacidades suficientes como para compensar el infanticidio cruel de Isaac por su propia mano.

Esto del amor no es nada sencillo ni en la Biblia ni en la realidad. En verdad, no es cosa solo del Antiguo Testamento, pues en Mateo 10:37 se dice que "El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí", en consonancia con una afirmación de exclusividad afectiva que cuenta Lucas 14:26: "Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío".

Esta entrega monoamorosa a una única persona parece hoy más explicable desde la psiquiatría que desde la teología, pero sigue siendo cierto que ese amor irracional (que recuerda al "creo porque es absurdo" de Tertuliano) sigue otorgando certezas a millones de personas que anulan su libertad a cambio de la tranquilidad de pensar que tienen un jefe. Un padre que, en el fondo, aunque les exija tamaños sacrificios, les quiere a ellos y, de paso, a la humanidad. Hubo un tiempo donde la redención política parecía posible y millones de militantes creían en ese destino. En política, los líderes son como dioses del Antiguo Testamento.

En el cuento de Borges -si acaso hubiera sido en verdad su mano la que dejó caer la tinta sobre las hojas-, el militante peronista señalado con el puñal catártico es un personaje lleno de aristas y complejidades. Es descrito, con trazos sencillos pero contundentes, como alguien con una vida sentimental estriada e intensa, amigo de la buena vida -y, llegado el caso, de sus desafíos y sus excesos-, con una intuición social que le permite justificar su comportamiento con la grandeza de la causa igualitaria, conocedor de las debilidades humanas y gran gestor de esas flaquezas, hábil en las alcantarillas, y, por tanto, enterado de los secretos de buena parte de sus compañeros de partido, incluidos los antiguos dirigentes y, por supuesto, del actual presidente. La pieza ideal a sacrificar. Los dirigentes, que, por lo general, confunden la generosidad con alguna suerte de debilidad, no esperan que el joven Isaac se rebele cuando su padre le desgarre el pecho con la daga guiada por Dios.

¿Quién en verdad desobedece?

El dirigente del cuento sabe que dejar que el cuchillo lo ejecute puede ayudar a que se salve su presidente (Abraham) e, incluso, la humanidad (el partido justicialista), pero no termina de estar de acuerdo en ser él el que cumpla tan glorioso papel sin, siquiera, haberle dejado alguna oportunidad. "Isaac sí, pero no Judas", dice en un momento de duda mientras habla con una antigua compañera sentimental. "¿No debiera, al menos -pregunta el protagonista- deber mi suerte al azar de haber sacado la pajita más corta entre todos los que hemos hecho prácticamente lo mismo?".

En la historia de Abraham, la verdad es que la fe del centenario patriarca de los hebreos es tan extrema porque se expresa en el asesinato de un ser querido. ¿Qué dios es ese que pide tamaña barbaridad? ¿Y qué persona en su sano juicio obedecería una orden tan demente? Está claro que los que dirigen hoy Israel y los militares que le obedecen en sus órdenes genocidas en Gaza forman parte de esa herencia enloquecida.

Hay interpretaciones bien fundadas que señalan que el ángel que le dice a Abraham en el último momento que no mate a Isaac porque ya ha pasado la prueba, es un añadido posterior para ocultar que lo cierto es que Abraham desobedeció al Señor. En la trama borgiana, el dirigente peronista también desobedece, pero se quiebra entonces el pacto entre Dios y el pueblo elegido. En esa interpretación, el monte Moriah donde ocurre la escena no sería el lugar donde Dios establece la alianza con el pueblo señalado, sino el espacio donde la desobediencia sensible se impuso a la obediencia insensible. Abraham perdió la confianza en Dios y prefirió la confianza de los hombres. El compromiso con Isaac habría sido más fuerte que el compromiso con un Dios con tan mal gusto. Lo otro, matar a tu hijo para mantener incólume tu fe, es propio de un idiota (Martin Hägglund, Esta vida. Madrid, Capitán Swing, 2022). Como escribió Saramago, lo único decente que tenía que haber hecho Abraham es haber mandado a Dios a paseo.

Pero volvamos al cuento. Una vez que el diputado peronista no se deja inmolar, comienza un periplo por las radios y televisiones bonaerense llorando su mala suerte. Borges, que despreciaba a los medios de masas, deja deslizar una crítica sutil de cómo la necesidad del dirigente político y de los medios hacen una alianza perversa donde todos sacan lo peor de sí mismos. Pero les da lo mismo porque forma parte de una representación donde todos son marionetas y donde, como en el sacrificio de Isaac, todo es una farsa montada para que la gente crea.

En ese peculiar vía crucis, el dirigente encuentra el apoyo de los que, como él, saben que están en el partido como modus vivendi y sienten la salida de su compañero como el viejo empleado que se jubila y encima, por una práctica contable que era la típica de siempre, tiene que salir por la puerta falsa y no solamente sin honores sino con oprobio. En el cuento, una periodista, que sería como el ángel que detiene el brazo de Abraham, le dice enigmática: "Si Dios te quiere en silencio, haz que rueden piedras con estrépito desde lo alto de la montaña".

Hagas lo que hagas, te equivocarás

Como en buena parte de la obra de Borges, el desenlace no genera solución alguna. Si en la Biblia, el gesto de Abraham sella una alianza indeleble por la señal de amor por su Señor (aunque Dios no permite que mate a su hijo, Abraham ya lo había matado en su corazón cuando dispuso descargar el puñal en su pecho), en el cuento, el presidente del partido descarga inclemente el puñal sobre el pecho del diputado. No hay ángel alguno que detenga su mano ni le basta la entrega absoluta de su subordinado y ayer amigo. Solo su ejecución es purificadora.

En el Antiguo Testamento, Dios aprieta pero no ahoga; en el cuento de Borges, la política ahoga pero no aprieta. Se cuenta que en la revolución mexicana, antes de que Pancho Villa fusilase a tres generales, uno le dijo: "Mi general, qué falta hace fusilarme, si a mí con unas nalgaditas me vale". Pero ni a Villa, ni al presidente justicialista ni al Dios de las plagas y la destrucción le bastan unos azotes para conseguir sus objetivos: no caben debilidades porque está en cuestión su grandeza. Y ni los dioses ni los endiosados negocian con su grandeza.

Borges termina el cuento con el diputado saliendo, ya de buena noche, de un programa de radio donde ha vuelto a llorar explicando su desobediencia a un periodista conocido por su falta de escrúpulos. Ha contado el comportamiento de su partido, de los demás partidos, de su antiguo presidente y amigo. Sus declaraciones son un terremoto para el sistema político. Dice el diputado: "Puedo demostrar que el dios del Antiguo Testamento es un fraude, que Abraham es un fraude y que Isaac forcejeó con su padre antes de que lo ejecutara". Dice tener en su maletín pruebas de todo y que pronto las hará públicas. El periodista le dice que mejor salga por la puerta de atrás para evitar que le hagan preguntas.

En la noche, camino de su vehículo -ya no tiene ni seguridad ni chófer ni secretaria- escucha una piedra que rompe una farola en la esquina. Un borracho que venía cantando un tango antiguo se abalanza sobre el diputado, le clava un puñal en el pecho y se lleva su maletín. El diputado, mientras exhala su último suspiro, mira la farola rota y cree ver sentado en ella a un ángel despreocupado que no ha querido detener el desenlace.