¿Consentimiento? ¿Qué consentimiento?

¿Consentimiento? ¿Qué consentimiento?

No hace falta una ley que diga que cuando caminas por una calle concurrida y estrecha no puedes mover los brazos como si estuvieras nadando al estilo mariposa; nadie (ni siquiera el más enfadado de los críticos) reclamaría una ley para castigar a los que tuvieran una conversación en voz alta en mitad de una película en el cine. No se legisla dar las gracias, saludar cuando llegas o cuando te vas ni levantar la tapa cuando evacuas aguas menores en un servicio público o casa ajena.

Hay comportamientos que están reglados por las normas compartidas de convivencia de cada sociedad, y judicializarlos puede convertir en un infierno la convivencia buscada. En las relaciones entre los seres humanos, las que regula la ley son sólo una de ellas, que debe estar circunscrita a un espacio bien definido. En un mundo ideal, cuanto más pequeño ese espacio, mejor, pues será señal de que esos comportamientos están desterrados. Es bien sabido en la sociología cómo una pequeña infracción de un adolescente, si termina en la comisaría puede truncar la vida de esa persona, mientras que si se castiga familiarmente se convierte en un aprendizaje. Es la gran diferencia en esos pequeños delitos cuando los cometen gente de extracción humilde o tienen lugar en los barrios pudientes o por las personas que viven en esos barrios. Vigilar y castigar siempre ha sido una tarea del "orden".

También sabemos que hay una judicialización de la vida cotidiana -como decía Foucault, algo inevitable cuando todos nos convertimos en "empresarios de nosotros mismos" y la vida se rige por el mercado- y que muchas personas se conocen sólo porque se mandan a sus respectivos abogados. En términos democráticos, decirle a los jueces que solventen cosas que tienen que solventar los políticos es entregarles a personas a las que nadie vota -y que por profesión suelen ser conservadores o muy conservadores- un poder de vaciamiento democrático que amenaza a la propia democracia.

La izquierda siempre ha sido menos punitivista que la derecha (...) porque le ha tocado a la gente humilde, débil, subalterna, ser la que ha poblado las cárceles (...) porque la izquierda parte de una idea del ser humano diferente del de la derecha (...) y porque la izquierda es empatía, es fraternidad y sororidad y siempre busca no hacer daño por el mero egoísmo.

En una sociedad enfadada, lo que se conoce como "punitivismo" siempre crece. En otras palabras, en una sociedad frustrada porque las expectativas de una mayoría -o de una minoría consistente y con poder- no se cumplen, enrabietada porque las reclamaciones de otras personas limitan tu libertad, tu privilegio, tu identidad o tu patrimonio, asustada porque algo o alguien quiebra tu placidez, es bastante común que la persona frustrada olvide las buenas maneras y las reglas de la convivencia y quiera exterminar, en la medida de lo humana, policial y judicialmente posible, al o los culpables de que las cosas no sean "como toda la vida" o como dicta la mera lógica.

En nuestras sociedades saturadas audiovisualmente, esa rabia convertida en jauría hace que aumente la gente que está a favor de la pena de muerte, de la cadena perpetua, de los trabajos forzosos, de las penas de cárcel para cualquier delito y de la conversión en delito de cualquier comportamiento que se ve como contrario a la lectura propia de lo correcto. La derecha se desliza con mucha facilidad hacia el castigo; la izquierda, hacia cambiar las bases de la desigualdad que generan el desencuentro.

La izquierda siempre ha sido menos punitivista que la derecha por al menos tres razones. Una, porque le ha tocado a la gente humilde, débil, subalterna, ser la que ha poblado las cárceles, las multas, las sanciones, el exilio y, basta recordar a los 114.000 españoles que todavía son desaparecidos en España, incluso el exterminio por parte de alguien que se cree o se siente una autoridad. En segundo lugar, porque la izquierda parte de una idea del ser humano diferente del de la derecha, más marcada por la teología y que cree que el ser humano, ángel caído, es malo por naturaleza y, por tanto, no perfectible. La derecha siempre está más dispuesta a aplicar una suerte de ley del karma que sanciona que "a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga", completado con el "algo habrá hecho" cuando algún uniformado castiga a alguien débil. En tercer lugar, porque la izquierda es empatía, es fraternidad y sororidad y siempre busca no hacer daño por el mero egoísmo o el desentendimiento (la izquierda entiende que lo contrario del amor no es sólo el odio, sino también la indiferencia). Los delitos y las penas se han ido humanizando gracias al impulso de esa gran familia de la izquierda o del progresismo.

Y por eso, alguien que, en democracia,  representa una institución -la que sea- no puede representarla en la medida en que no está respetando la idea de consentimiento, que es un elemento esencial de una sociedad democrática.

La izquierda quiere cambiar las cosas con un horizonte de emancipación y, por tanto, tiene como último fin, más o menos expresado, subvertir el orden existente y crear una sociedad más justa que deje menos espacio a los defensores del statu quo: policías -de la porra o del pensamiento-, jueces, cárceles y castigos. Por el contrario, como resumió magistralmente Goethe, un buen conservador -desde el centro-derecha a la extrema derecha autoritaria- afirma que "prefiero la injusticia al desorden".

El consentimiento afectivo o sexual entre dos personas tiene características propias y no debe basarse en las reglas de intercambio de otros sistemas sociales (el dinero, la ley, el poder, la ciencia, la fe). Al contrario, debe basarse en un diálogo entre iguales, en una conversación sin superiores ni autoridades, de manera que la atracción sexual y el deseo puedan desarrollarse sin intimidación ni ventajas, nunca mejor dicho, no consentidas. El juego de la seducción, que es legítimo y busca despertar atracción en la otra persona, necesita esas reglas del lenguaje compartido -donde se interpreten de una manera similar los gestos, las miradas, las palabras, los guiños e, indudablemente, las palabras- para que no se convierta en un ejercicio de poder. Y tampoco que se caiga en el puritanismo donde cualquier acercamiento se convierte en sospechoso de abusivo. Donde no cabe aducir una mala interpretación es cuando alguien dice con claridad que no. De ahí el "sí es sí" y el "no es no". Es entonces cuando se termina el juego erótico porque la otra persona está negando el consentimiento. La atracción no funciona y la conversación cambia. No deja de ser cierto que en las relaciones entre los hombres y las mujeres se ha avanzado (pensemos en la España de hace apenas veinte años), pero aún no existe esa total igualdad. De la misma manera que queda camino por recorrer para buscar un equilibrio entre el apoyo a las víctimas y el respeto a la presunción de inocencia. Por eso, cuando la parte con menos ventajas exige un juego parejo, el respeto, el consentimiento, la parte privilegiada se confunde y algunos de ellos exigen volver "a lo de toda la vida".

Cambiar el mundo "desordena" el mundo. Y cuando cosas del orden anterior ya no sirven, aunque lo viejo no termina de marcharse ya indica que lo nuevo está viniendo. Por eso, un beso no consentido, que por supuesto que es acoso, no tiene la misma gravedad penal que otras agresiones -a no ser que así lo decidiera una sociedad punitivista -. Pero sí lo tiene como ejemplo de ruptura de la convivencia, de una quiebra que, si se consiente, lleva a otros lugares ya evidentemente terribles. Y si ayer no era un problema, hoy sí lo es.  No se puede calificar como el más grave de los delitos machistas en un país donde la violencia de género -esa que niega la extrema derecha- entrega tantos ejemplos todos los días. Lo relevante es entender que hay un hilo entre todos los comportamientos que niegan el consentimiento y de los cuales, porque aún estamos en una sociedad patriarcal, muchas veces ni nos damos cuenta (los que tienen privilegios nunca ven sus privilegios). Por eso, un comportamiento como el protagonizado por el Presidente de la Federación Española de Fútbol no es grave en términos penales, sino en términos de respeto y de convivencia. Y no debiera dejarse a la justicia, sino a la política, que es a quien le encargamos que organice la convivencia. Y por eso, alguien que, en democracia,  representa una institución -la que sea- no puede representarla en la medida en que no está respetando la idea de consentimiento, que es un elemento esencial de una sociedad democrática.

En política, los errores reales  -no los que inventan los adversarios políticos- se conjugan con la dimisión. Porque es la forma de ir cargando de ética la vida pública. Y lo mismo vale para cualquier cargo que implica una representación. El Emérito no debía haberse ido de rositas con aquello de "lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a pasar", porque, además, nos estaba volviendo a mentir. Por eso no vale que Rubiales pida perdón. Y por eso es igualmente inaceptable que los que se levantaron a aplaudir a Rubiales cuando estaba vejando a la futbolista de la selección quieran seguir como si nada simplemente diciendo "lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a pasar". Porque ya no pueden representar igual lo que representan.

Por esa extensión, la idea de un feminismo neoliberal es una contradicción en los términos. Porque pelea por el consentimiento en una parcela pero la niega en buena parte de las demás, hasta el punto de hacer irreal el consentimiento también en las relaciones entre hombres y mujeres.

La idea del "consentimiento", que representa, fuera o no su voluntad, como una identidad y como un caballo de batalla al Ministerio de Igualdad dirigido por Irene Montero, va mucho más allá de algo con lo que difícilmente se puede estar en desacuerdo si se aceptan los principios básicos de la democracia: que en las relaciones afectivas y sexuales entre dos personas las dos deben de estar de acuerdo.

La condición "subversiva" del consentimiento va incluso más allá de las relaciones entre hombres, mujeres y, también, de las relaciones con cualquier género. Claro que va a costar. Porque afecta a comportamientos profundos. Cuando se convierta en un sentido común ya ponderado (y aún le queda, como demuestra la propia discusión dentro del feminismo) su fuerza va a permear a toda la sociedad, como, tarde o temprano, va a pasar con el ecologismo. ¿No habría que aplicar el consentimiento a todos los ámbitos de las relaciones humanas? Porque la idea del consentimiento es la que, quizá, con más fuerza haga valer la exigencia de igual dignidad para todos los seres humanos. Por esa extensión, la idea de un feminismo neoliberal es una contradicción en los términos. Porque pelea por el consentimiento en una parcela pero la niega en buena parte de las demás, hasta el punto de hacer irreal el consentimiento también en las relaciones entre hombres y mujeres...

La ideal del consentimiento vuela hacia el mundo laboral, el mundo de la enseñanza, la medicina, el mundo ecológico e, incluso, da una salto conceptual al obligarnos a preguntarnos por el consentimiento de los que no pueden dar el consentimiento. En ese orden, surgen preguntas muy clarificadoras: ¿consiente el toro que lo torturen y maten? ¿Consienten los delfines, los monos y los pulpos que los arponeen, pesquen o cacen? ¿Consentirían las generaciones futuras que sigamos quemando combustibles fósiles? ¿Consentirán las mujeres que saludemos con dos besos en vez de dar la mano?

El consentimiento, como la expresión política de los cuidados, tiene también contenidos revolucionarios y, como en otros momentos de la historia, desordena el apacible orden. Junto a la clase y la raza, el género es la gran asignatura pendiente de la democracia

Los grandes derechos que hoy están en nuestras constituciones y representan parte de lo mejor de la civilización occidental fueron logrados con revoluciones. Empezando por la inglesa, la americana y la francesa, que nos otorgaron derechos civiles (y que ayudaron a los procesos de independencia latinoamericana y a expresiones democráticas como la revolución en Haití); las revoluciones del siglo XIX y la Comuna de París de 1871, que trajeron la extensión del sufragio y los derechos políticos; la revolución mexicana y la rusa que expandieron los derechos económicos; hasta llegar al entorno del mayo del 68 que, a fuerza de barricadas y guerrillas, trajeron los derechos de identidad.

El consentimiento, como la expresión política de los cuidados, tiene también contenidos revolucionarios y, como en otros momentos de la historia, desordena el apacible orden. Junto a la clase y la raza, el género es la gran asignatura pendiente de la democracia. De manera que es obvio que una parte importante reaccione prefiriendo la injusticia al desorden. Nunca en la historia hemos renunciado a un privilegio sin resistirnos.

De manera que, si atrevemos una mirada más larga y nos preguntamos qué pensarán las generaciones futuras de lo que está pasando ahora mismo, resulta más fácil dar un salto con la imaginación, vernos en esa línea larga de la historia e interrogarnos: ¿y en qué lado de la historia queremos ponernos cada uno?