Fuego amigo

Todo va mal, pero ya vienen a salvarnos

A la espera de la dichosa reunión (ojalá fuese dichosa) de primera hora de la mañana en la que Rajoy, contra todo pronóstico, inesperadamente, así, por sorpresa, comunique al pueblo atónito que, a pesar de todos sus esfuerzos de buena voluntad y cooperación en la búsqueda de la paz, ha salido "más preocupado de lo que entró"... a la espera, digo, he centrado mis turbaciones de ayer en las manifestaciones políticas de otros líderes de la extrema derecha, como el cardenal primado de España, Antonio Cañizares, y Monseñor Rouco Varela, siempre tan atentos a iluminar mi camino de salvación.

El cardenal-arzobispo de Toledo es una de las apuestas directas de un jefe de estado extranjero, del papa de Roma, y con él comparte su obsesión por la competencia, que ellos consideran desleal, del laicismo a su industria multinacional, la religión católica, al igual que los albarqueros, los aguadores, los barquilleros, los carreteros, las cigarreras, los buhoneros, las escofieteras, los faroleros, las lavanderas, los lecheros, los molineros, las planchadoras, los pregoneros, los paveros, los serenos... lamentaron un día que el progreso amenazase sus oficios obsoletos hasta hacerlos desaparecer.

Cuando un cardenal primado, la punta de lanza del Vaticano en tierra de infieles, habla, siempre tras sus palabras hay algún mensaje que va más allá del puramente doctrinal para adentrarse o inmiscuirse, según desde donde lo miremos, en la política nacional de ese país. Un discurso que, sorprendentemente, tenía dos niveles, uno para consumo interno de los empleados de su empresa (hay "tantos grupos y tendencias" en la Iglesia española que "parece como desgarrada o hecha jirones") y otra en clave puramente política, en la que alerta sobre la división de la sociedad española, "sustancialmente católica en su mayoría". Y no se refiere sólo a "la división mayor o menor de los pueblos de España", sino también a "la división por tantos enfrentamientos actuales o por un reabrimiento de heridas y divisiones pasadas que nos conducen a la quiebra".

Para un representante de una Iglesia que fue fundada (Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia) sobre las espaldas de un cobarde y mentiroso que, antes de que cantara el gallo del alba, negó por tres veces consecutivas ser discípulo de su dios para salvar el pellejo, para alguien de esa secta la mentira, lejos de ser un pecado, es un arma que, en algunos casos, como entre los jesuitas, llega a alcanzar la categoría de arte. Él sabe que la sociedad española ya no es "sustancialmente católica", que sus iglesias son un lugar desolador al que a diario sólo acuden mayoritariamente sus más viejos y asustados miembros del antaño numeroso rebaño. Pero hay que mantener la mentira (¿piadosa?) porque parte de la subvención del Estado del que tan ricamente vive depende de ese falaz recuento de fieles.

Y como padre espiritual del otro representante de la extrema derecha que hoy sostiene la pantomima de reunirse en Moncloa con Zapatero, ayuda disciplinadamente a propagar la idea de la España que se rompe, la del enfrentamiento, la que reabre heridas, la parte de España, por supuesto, que nos gobierna, no esa otra a la que él administra la comunión. Y de paso, nos trajo el recado obsesivo del jefe del Estado vaticano de que "no podemos someternos a una mentalidad inspirada en el laicismo, ideología que lleva gradualmente (...) a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado".

"Relegando la fe a la esfera de lo privado". Más claro, el agua. Y lo dice este discípulo de Pedro, en la festividad del Corpus Christi, rodeado del presidente socialista de la Comunidad Autónoma, del alcalde de la ciudad, del delegado del Gobierno, con las calles cubiertas y perfumadas de romero y tomillo que habrían de pisar luego con sus recias botas los miembros del Ejército español en desfile disciplinado, como una prueba de respeto y pleitesía al cuerpo de Cristo que conmemoraba. Como se ve, una Iglesia perseguida.

Y casi simultáneamente a esa escena ignominiosa en que los representantes de las altas instituciones del estado se veían obligados a soportar en Toledo la falta de tacto y de la más elemental cortesía por parte del cardenal primado, en otro escenario el Cardenal Antonio María Rouco Varela, ex presidente de la Conferencia Episcopal Española, lanzaba un anatema contra los sacerdotes de la parroquia roja de Madrid que "ofenden a dios".

Él sabe que no se ofende a quien no existe. Pero a él sólo le preocupa su industria, y se defiende aunque sea a costa de ofender, a ellos sí, a todo un colectivo que lleva hasta sus últimas consecuencias el espíritu evangélico de ayuda al prójimo y la lucha en favor de los desfavorecidos y marginados de la sociedad. Os recuerdo que habla de esos curas que ofenden a dios, por lo visto, por oficiar la misa en pantalones vaqueros, y dar cobijo a sus fieles indigentes, y esperanzadoras hostias de dulces rosquillas, y de anteponer la búsqueda del paraíso en la Tierra a las vagas promesas de una vida mejor tras la muerte.

Toda la derecha en sus trincheras, dispuesta a salvarnos de falsos profetas laicos y quiméricos dioses de dulce rosquilla. Hay que joderse.

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